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Columna
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Desorden en el Guggenheim

La programación del Guggenheim de Bilbao vive sus momentos más erráticos. Lo que presenta actualmente es un río revuelto sin orden ni concierto. Está dentro de lo que idearía un directivo de grandes almacenes: mostrar de todo un poco para engatusar-obnubilar-encandilar al visitante.

Da igual por dónde empezar. No viene a cuento mostrar una única obra de Fabricio Plessi, Roma II, cuya creación le viene de la doble influencia de Richard Long, en la distribución conceptual de las piedras -mármol travertino-, y Nam June Paik, en la simultánea utilización programática de los vídeos.

Con sumo retraso se enseñan algunas esculturas y dibujos de la soberbia Louise Buourgeois, so pretexto de la adquisición y colocación de la araña Mamá, instalada en la explanada trasera del propio Guggenheim. La escultora francesa, nacionalizada estadounidense hace más de 60 años, era y es merecedora de una antológica en toda regla. Pero eso no entraba en los cálculos de los sesudos gestores del Guggenheim bilbaíno, quiere decir, en el pensamiento del mandamás Thomas Krens. La lección les llegó desde el Museo Reina Sofía, cuando montaron el año pasado una esplendorosa y completa antológica de Bourgeois. ¡Sesenta años entre ellos y no se enteran!

En lo que andan diligenciosos Krens y demás subordinados es en dar pábulo a un artista de poca monta como Jeff Koons. Este antiguo corredor de Bolsa despliega en una de las salas de la planta baja siete cuadros de gran formato -óleos sobre lienzos-, que son siete cantos al kitsch más efectista. Artista o lo que sea de la apropiación, tiene sus referentes en Rosenquist, Wesselmann, David Salle, entre otros. Sus apabullantes lienzos, fuera de la facilidad del primer impacto, vienen a ser la nada en colores. Es para tomar a broma a quienes le toman en serio.

Tampoco hallamos justificación alguna de profundo calado a mostrar obras de Antoni Tàpies y Eduardo Chillida en el mismo espacio. ¿Cuál es su interés real? ¿Sobre qué matices coincidentes o divergentes está fundado ese encuentro? Percibimos que las obras compradas a cada uno de ellos por el Guggenheim bilbaíno son de inferior calidad a las adquiridas en precedentes años por el Guggenheim neoyorquino. Las esculturas Desde dentro, de 1953, e Iru burni, de 1966, procedentes de Nueva York, se alzan por encima de la escultura de hierro Consejo al espacio V -cuya colocación en un lugar cerrado es un despropósito-, adquirida a raíz de la antológica del propio Chillida en el museo bilbaíno en abril de 1999. Otro tanto ocurre con la obra de Tàpies Ambrosía, de 1989, ya que por muy grande y aparatosa que sea no se acerca a la potente hondura que posee Gran díptico marrón, de 1978. La primera se compró en Bilbao, y la segunda, en Nueva York. No es extraño que con el tiempo a los bilbaínos nos llamen holandeses. ¿Qué por qué? Pues porque en algunos momentos nos las empiezan a dar con queso. Por otra parte, no se entiende que se muestren algunas obras gráficas de Chillida y ninguna de Tàpies. ¿Tal vez desconocen que el catalán es autor de obras gráficas de excelentísima calidad?

Puestos a matizar, advertimos de que en el montaje de la colección Tannhauser, al estar muy próxima a donde se exhiben obras bajo el título La ciudad moderna, se palpa un malicioso y pretendido afán por hacer más grande de lo que es el legado de los Tannhauser. Y si no hay malicia en ello, habrá que admitir un alto grado de impericia en esa puesta en escena.

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