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Crónica:DOS FUNDADORES DE LA MODERNIDAD
Crónica
Texto informativo con interpretación

Shakespeare y Cervantes

Adiós, adiós, recuérdame'. La frase con que el fantasma del padre de Hamlet aparece y desaparece, casi simultáneamente, es el gatillo de la tragedia. Hamlet duda porque recuerda. Actúa porque recuerda. Y representa porque recuerda. Hamlet es el memorioso. Donde todos olvidan o quisieran olvidar, él se encarga de recordar y recordarles a todos el deber de ser o no ser. Su ubicación es anómala. Hamlet es el príncipe y habita un palacio lleno de recuerdos dinásticos, Elsinore. Una monarquía vive de la tradición rememorada porque en ello reside su legitimación. Hamlet se subleva, precisamente, contra la suplantación de la legitimidad por el rey Claudio, hermano asesino del padre de Hamlet. Memoria, sucesión, legitimidad, son el verdadero 'desnudo puñal' que Hamlet emplea al precio de la 'quietud' de la muerte.

Si el inglés cree en la tragedia de la voluntad y el español en la comedia de la imaginación, los dos saben que sólo es posible mantenerlas mediante 'palabras, palabras, palabras...'

Don Quijote, en cambio, surge de una oscura aldea en una oscura provincia española. Tan oscura, en verdad, que el aún más oscuro autor de la novela no quiere (o no puede) recordar el nombre del lugar. No quiere o no puede: el lugar oscurece, esconde, ennegrece. Es 'la mancha'. Allí mismo, con el olvido de Cervantes, empieza la novela moderna, trazando un vasto círculo que culmina con la obsesión del narrador de Proust, en busca del tiempo perdido, o de los narradores de Faulkner, que están allí para que no se olvide el peso de la historia, la raza, el crimen de los Sartoris, los Snopes, el Sur...

Hamlet le hace al fantasma de su padre la promesa de desalojar de 'la mesa de mi memoria' todo lo que no sea recuerdo del padre. Vivimos en un mundo de distracciones, afirma el Príncipe de Dinamarca, pero mientras la Memoria tenga sitio en la Mesa, toda 'banal constancia' será barrida de ella. La memoria es 'guardián de la mente' y así desea mantenerla Hamlet, al rojo vivo. Macbeth, en cambio, quisiera olvidar, convirtiendo a la memoria en 'humo'. Hamlet quiere recordar un crimen. Macbeth quiere olvidarlo, arrancar de la memoria 'una enraizada desgracia', arrasar los pesares escritos en la mente, encontrar el antídoto dulce que limpie al pecho de esa 'peligrosa materia', la memoria, pesar del corazón... Qué contraste con Hamlet y su fervoroso deseo de que la memoria sea 'siempre verde', es decir, palabra perenne del ser.

Semejante tensión entre el recuerdo y el olvido, semejante 'puesta en abismo' de la memoria, revela la modernidad auroral de Shakespeare y Cervantes. Hamlet, Macbeth, Quijote, son protagonistas de una memoria difícil, selectiva. Hamlet quiere recordar un crimen. Macbeth quiere olvidarlo. Quijote sólo quiere recordar, en plural, sus libros y acaba recordando, en singular, su libro. Para la épica antigua, este tipo de dilema es ajeno. Lo propio de la épica, nos dice Eric Auerbach, es una omni-inclusividad. Todo cabe, todo debe caber en la épica. Homero y Virgilio no olvidan nada. En cambio, el coronel Chabert de Balzac ha sido olvidado por su esposa, sus amigos, su sociedad. Todos creen que Chabert murió en el campo de batalla de Eylau. En cambio, Penélope teje y desteje convencida de que Odiseo no ha muerto ni será olvidado. Los personajes de la antigüedad poseen nombres y atributos inolvidables, fijos, eternos: Ulises es el prudente, Néstor el domador, el ligero (y colérico) es Aquiles. En cambio, entre dos escalones, la sirvienta de la casa se olvida del nombre que Walter Shandy quiere darle a su hijo recién nacido, Trismegisto, y gracias al olvido de una criada, el 'héroe' de la novela se ve endilgado, para siempre, con un nombre indeseable, Tristán.

Gogol le da un soberbio giro a la relación entre memoria e identidad. Su pícaro, Jlestajov, es recordado por todos, pero recordado no como lo que es, sino como lo que no es: el temido Inspector General. Con Kafka, regresamos a la tradición cervantina: nadie recuerda al agrimensor K. Milan Kundera le da a esta tradición su vuelta final en El libro de la risa y el olvido, donde aquellos que recuerdan, olvidan. Kundera, escribiendo desde una sociedad represiva y disfrazada, donde nada es lo que dice o parece ser, nos dice que el olvido es la única memoria de quienes no pueden o no quieren identificarse a sí mismos o a los demás.

En el magnífico cuento, Instruc

ciones para Richard Howells, Julio Cortázar nos da otra clave de la memoria y el olvido. El personaje del cuento, el epónimo Richard Howells, asiste a una representación teatral. Hay una mirada de terror en la actriz principal, quien le susurra a Howells el espectador: 'Sálveme. Me quieren matar'. ¿Qué ha sucedido? ¿Ha entrado Howells a la representación teatral, o ha ingresado la heroína al mundo cotidiano de Howells?

Lo que Cortázar propone es una circulación de géneros, blasfemia que la Ilustración -Voltaire notablemente- le reprochó a Shakespeare por ofrecer una vulgar ensalada de tragedia y comedia, personajes nobles y burlescos, lírica y regüeldo, todo en la misma obra. Pero Cervantes también rompió géneros mezclando épica y picaresca, novela pastoril y novela de amor, pero sobre todo, novelas dentro de la novela. Allí se reúnen Shakespeare y Cervantes: en la circulación de géneros, la 'impureza' que ofendía a Voltaire, la mancha manchega de Quijote y las manos sucias de Macbeth.

Ambos, Shakespeare y Cervantes, acaban reuniéndose en esta circulación de géneros, verdadero bautizo de la libertad de creación moderna. La circulación adopta una clara y paralela forma en ambos autores: la de la novela dentro de la novela de Cervantes, que se convierte en teatro dentro del teatro en el retablo de Maese Pedro, dándole la mano al play within the play de Shakespeare, teatro dentro del teatro, a fin, dice Hamlet, de 'capturar la conciencia del rey'. Harry Levin, analizando ambos teatros dentro del teatro, sugiere que en Hamlet el rey Claudio interrumpe la representación porque el teatro empieza a parecerse demasiado a la realidad. En cambio, en el Quijote, el Caballero de la Triste Figura interrumpe violentamente una representación que empieza a parecerse demasiado a la imaginación. Claudio quisiera que la realidad fuese una mentira oculta, la muerte del padre de Hamlet. Don Quijote quiere que la fantasía sea realidad, una princesa prisionera de los moros, salvada por el valor enfurecido de Don Quijote.

Claudio debe matar al teatro para matar a la realidad. Quijote debe matar al teatro para darle vida a la imaginación. Quijote es el embajador de la lectura. Hamlet es el embajador de la muerte. Para obligar al mundo a recordar, Hamlet el héroe del Norte impone la muerte para sí y para los demás, como la única medida de su energía histórica. Para obligar al mundo a imaginar, Quijote el héroe del Sur impone el arte, un arte absoluto que ocupa el lugar de una historia muerta. Hamlet es el héroe de la duda, y su loco escepticismo desencadena un torrente de energía mortal. Hamlet le ofrece, al cabo, un sacrificio a la razón, que es la hija triunfadora de su enfermedad. Don Quijote es el héroe de la fe. El Hidalgo cree en lo que lee y su sacrificio consiste en recobrar la razón. Debe, entonces, morir. Cuando Alfonso Quijano se vuelve razonable, Don Quijote ya no puede imaginar.

Hay otra cosa en común entre Don Quijote y Hamlet. Ambos son figuras incipientes, inimaginables antes de ser puestas en marcha, desde la arcilla de la imaginación, por Cervantes y Shakespeare. Los héroes antiguos nacen armados, como Minerva de la cabeza de Zeus. Son de una pieza, enteros. Don Quijote y Hamlet son inimaginables antes de ser escritos. Ambos pasan de ser figuras inimaginables a ser arquetipos eternos mediante la circulación contaminante de géneros. Su impureza los configura. Claudio Guillén describe al Quijote como un intenso diálogo de géneros que se encuentran, dialogan entre sí, se burlan de sí mismos y desesperadamente exigen algo más allá de sí mismos. Y en Hamlet, la libertad de género shakespeareana, la magnífica mezcla de estilos, sublime y vulgar en la misma diástole, tan simultánea como la retórica del rey Enrique V y el eructo del cobarde Ancient Pistol, ¿no coinciden acaso con la confrontación de estilos cervantina?

Sancho Panza le da a esta dé

marche -paso, aproximación, demarcación- su más loco sentido cuando el escudero, el representante mismo del realismo terreno, se convierte en el ilusorio gobernador de La Ínsula Barataria, y debe, igual que su amo Don Quijote, aunque menos felizmente, actuar otra ficción dentro de la ficción.

Shakespeare tiene su anti-Sancho, el pomposo Polonio, quien de la manera más gratificante deletrea su falta de respeto hacia el género (que Polonio, obviamente, respeta porque el género es respetable y Polonio es el guardián de la respetabilidad cortesana) cuando anuncia la excelencia de la compañía de actores llegada a Elsinore: 'Los mejores actores del mundo, trátese la tragedia, comedia, historia pastoral, trágico-histórico, tragicómico-histórico-pastoral: escena indivisible o poema sin límite'.

Los mundos limitados y divisibles de Shakespeare y Cervantes rehúsan la unidad de lo indivisible, la poesía de la eternidad. El hombre de la Mancha y el cisne de Avon son aquí y ahora, son hombres renacentistas. Uno más triste que el otro porque su historia española está cansada, agotada por la gesta imperial que circunavegó el orbe y conquistó un Nuevo Mundo, y vaciada por la persecución y la intolerancia hacia las herencias árabe y hebrea, y por eso Cervantes adopta la máscara de la comedia. El otro más triste aún porque no cultiva ilusiones acerca de los actores que se pavonean una hora en el escenario rememorando su gloriosa gesta en Roma o Egipto, en Inglaterra o Escocia, y por eso, en la hora del triunfo isabelino, Shakespeare adopta la máscara de la tragedia.

Creo que ninguno de los dos cree en Dios pero no pueden decirlo y si el inglés cree en la tragedia de la voluntad y el español en la comedia de la imaginación, ambos saben lo difícil que es mantener imaginación o voluntad excepto mediante 'palabras, palabras, palabras...'.

Quijote el bueno y Macbeth el malo quieren olvidar. Hamlet el ambiguo quiere recordar. Pero Quijote es personaje de novela, Hamlet y Macbeth de teatro. Quijote usa la máscara de la comedia, Hamlet y Macbeth las de la tragedia. Quijote lee y es leído. Hamlet y Macbeth representan y son vistos. Borges se pregunta por qué motivo nos inquieta tanto que Don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet espectador de Hamlet. Tales inversiones, sugiere Borges, sugieren a su vez que si los personajes de una obra de ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, lectores y espectadores también, también podemos ser ficciones.

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