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Sitges: cambio de rumbo

Sitges 2001, hasta ahora oficialmente Festival de Cinema de Catalunya, aunque este año más fantástico que en las últimas temporadas, ha echado el cierre, y conviene comenzar diciendo que con la edición más populosa en años y, al menos desde el punto de vista de sus contenidos, la más excitante que recuerda quien esto firma, que lleva 20 años de fidelidad a un festival que, la verdad, no siempre se la ha merecido. Debe reconocerse este logro, sobre todo por quienes llevamos años quejándonos de que una Administración pública democrática no debería financiar un festival de cine de género.

Que en el cine de la última década las cosas han cambiado a mayor velocidad de la que, en ocasiones, somos capaces de percibir es una constatación que no admite discusiones. Que hasta ahora las direcciones que en Sitges ejercieron Àlex Gorina y el efímero Roc Villas intentaron, con no demasiada fortuna, llegar a una solución de festival híbrido que, sin desconocer las aportaciones del género -al fin y al cabo, Sitges tiene su historia, y podría resultar suicida tirarla por la borda-, ahondara en una línea temática más plural, sin llegar a asentar la fórmula, es también una palmaria evidencia.

La apuesta por el cine de género, fantástico en este caso, del pasado festival de Sitges ha sido un acierto de la nueva dirección

Así las cosas, el regreso al género se ha saldado, para el equipo que forman el director, Ángel Sala, y su vice, y Jordi Sánchez Navarro, con un notable alto. Han sabido aprovechar, ante todo, varios factores nada desdeñables: en primer lugar, la normalidad de funcionamiento, al menos puertas afuera, heredada de las direcciones anteriores; en segundo lugar, una producción anual abundante e interesante, que les permitió escoger más y mejor, y por último,una idea tan astuta como efectiva: vender que Sitges regresaba a los orígenes, cuando en realidad no se tocó la fórmula (Gran Angular para el público no especialmente afecto al terror; Semana de la Crítica para espectadores exigentes; cine de animación, que sigue siendo uno de los grandes logros de un festival que ha vendido siempre muy mal esta sección, aunque algo cambió a mejor este año). Bastó, en todo caso, con aumentar el número de películas a concurso e incluir una nueva propuesta, llamada Orient Express, dedicada al cine más interesante del presente, el que llega de Asia, para que pareciera que Sitges regresaba a su punto de origen.

Un notable alto, decíamos, y sin embargo, hay que consignar también algunos peros. El principal: la absoluta bulimia de títulos de un festival que, ante todo, debe entender que está situado en una ciudad pequeña, con sólo una gran sala de proyecciones y dos insatisfactorias salitas de cine de pueblo, a las que resulta imposible absorber la ingente cantidad de películas programadas, la mayoría en pase único. Y en segundo lugar, se ha vuelto a caer en la ingrata dependencia de algunas marcas comerciales, de distribuidoras que parecen considerar el evento como algo suyo, con el abusivo resultado de proyectar incluso trailers promocionales de filmes que ni siquiera estaban programados en el certamen, algo inaceptable en un festival de cine que se considere serio.

Cierto, costará trabajo librarse de esa pesada sevicia adquirida, entre otras cosas, porque la situación de la industria audiovisual catalana es la que es, la dependencia de la Generalitat se hace cada vez mayor y al propio festival parece resultarle imposible evitar discriminaciones como las que hacen que todo un conseller en cap asista al pase de una de las producciones catalanas a concurso... olvidando que otros dos títulos, por cierto industrialmente tan meritorios -y alguno artísticamente muy superior, como reconoció el jurado-, eran igualmente catalanes. Pero es una tarea que habrá que abordar antes o después. Entre otras cosas porque Sitges se hace con dinero de todos, y una dirección responsable ha de velar por el estricto cumplimiento de las reglas del juego... que deben ser las mismas para todos.

M. Torreiro es crítico de cine.

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