Turistas
Son los nuevos turistas, eso dicen, los primeros viajeros del siglo XXI. Viajan a Nueva York con sus pequeñas cámaras digitales de última generación para acercarse al escenario todavía humeante de la tragedia. Quieren fotografiar la boca del infierno, retratarse sonrientes junto al hueco dejado por el World Trade Center y, si es posible, llevarse algún fragmento, alguna esquirla de las piernas de acero y hormigón que hasta el pasado 11 de septiembre sostenían el cielo de Manhattan. Sus abuelos y padres se conforman con asomarse a las eternas obras de sus grises ciudades mesocráticas, pero ellos van más lejos: vuelan al socavón americano en pequeñas bandadas de buitres. Quieren haber estado y, sobre todo, quieren poder contárnoslo estas Navidades, ante las lánguidas angulas de Aguinaga y el jugoso besugo perplejo. Se supone que el suyo es un viaje a la Historia, pero todo parece indicar que se trata del destino imprevisto de un trayecto iniciado en Terra Mítica que debía haber concluido en Disneyworld.
Mientras tanto, millón y medio de hombres y mujeres, de ancianos y de niños tratan de abandonar Afganistán. Son el envés amargo de los nuevos turistas. Nómadas a la fuerza. Comen hierbas e insectos. Las langostas, que fueron una plaga, han desaparecido del territorio afgano. Ahora el hambre es la auténtica plaga de este pueblo asolado, armado hasta los dientes, pero no alimentado por ninguno de sus siniestros dueños sucesivos. Ni los rublos soviéticos, ni los dólares yanquis ni los petrodólares de sus parientes ricos han querido viajar a Afganistán más que en forma de bombas y fusiles y minas antipersonales. El dinero también hace turismo, y el de Osama Bin Laden y otros conspicuos nuevos ricos árabes prefería Marbella para veranear.
Nadie quiere viajar a Afganistán, sólo los bombarderos B-52 y sus pilotos unidimensionales que confunden la guerra con la final de la liga de fútbol americano. Nadie quiere volar a un país transformado en un nido de ciegas hormigas (que diría Ramiro Pinilla) y arengado por curas iracundos, santacruces atroces que emplean el Corán igual que un tomahawk, un martillo implacable de herejes. Ni siquiera los nuevos turistas, ni siquiera los falsos reporteros que se disfrazan de Coronel Tapioca cada vez que presentan un libro en donde nos relatan sus hazañas amatorias y bélicas se atreven a embarcarse en la aventura y poner rumbo a tierra talibán.
Pero sin desplazarnos de la sala de estar de nuestra casa podemos asistir al espectáculo titulado Libertad Duradera (título que presagia los peores best sellers) sin gastarnos un euro ni correr el más mínimo riesgo. Podemos convertirnos en viajeros inmóviles, sobrevolar las duras y nevadas montañas de un extraño país, ver desde la ventana de la televisión el horizonte verde de la primera guerra del milenio, beber una cerveza, apagar la flamante Trinitrón, dormir, tal vez soñar.
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