El tándem Zaplana-Blasco
Nunca he creído, ni de lejos, que vivamos en el mejor de los mundos posibles; y nunca he comprendido la necesidad de tanto dolor e injusticia. La modesta conciencia moral que hoy tenemos es una cosecha acumulada durante largos siglos. Los civilizadísimos griegos se desembarazaban expeditivamente de los nacidos con alguna tara física; mientras que el esclavo era, en palabras de Aristóteles, una 'propiedad animada'. De ahí al compromiso de las llamadas 'barreras arquitectónicas', mucha agua ha pasado por ese río. Pero cuán perezosamente. En esa cadena, ni un solo eslabón limpio de la sangre de la crueldad o de la estupidez.
Pero la historia ha cogido ritmo. El crecimiento paulatino -jalonado de baches- del Estado limosnero había llegado a ese punto en que se opera la ley de Engels: La cantidad se transmuta en cualidad. Por acumulación, el concepto paternalista de beneficencia cede el paso al de la centralidad de la ciudadanía. Todo ser humano contiene a la sociedad. Reconocida la dignidad de la persona, la agresión a un solo individuo es una agresión al conjunto. Un conjunto no restringido al estilo de Diderot, del utilitarismo liberal.
Eduardo Zaplana quiere potenciar la Consejería de Bienestar Social, en sintonía con el titular de la misma, Rafael Blasco. Este último afirma que han adelantado a la izquierda por ese flanco. Ambos, presidente y consejero, hacen suyo un discurso basado en principios tales como la distribución, la participación y la solidaridad. Una especie de contrato social que aspira a ser expresión de la voluntad general. Rousseau puesto al día, que falta le hace. Si desde el poder Zaplana, secundado por Blasco, proclama este concepto del bienestar social, si pretenden erigirlo en uno de los grandes ejes de su acción política, aplaudo. Aplaudiría aún en el caso de que la inercia burocrática o la carencia de recursos económicos (más verosímil) pusiera plomo en las alas. Me importa, en primer lugar, el cambio en la conciencia moral; que el progreso de la sensibilidad social haya alcanzado la esfera política. Hace apenas dos siglos, escribió Malthus: '...los pobres no tienen derecho alguno a ser mantenidos...'. Buen ejemplo de las dificultades de llegar al núcleo de la ley natural, pues Malthus no era mala persona.
Como recalcitrante socialdemócrata, creo en un Estado fuerte y en un fuerte intervencionismo estatal. Ni siquiera veo claro que el sector privado sea más eficiente que el público; no lo es enunciado así, sin matices, pues ya de entrada, la eficiencia es un concepto que no se reduce a la contabilidad. En realidad, donde todo es dividendos no es infrecuente el colapso de los mismos dividendos. Dicho lo anterior, no por eso dejo de someter mis convicciones a un constante escrutinio, pues si algo hay dogmático tiene que ser la duda. Además, están surgiendo acaso nuevos valores que son, también acaso, un eco de la globalización. ¿No será falso que las nuevas generaciones compartan espontáneamente los valores de la socialdemocracia, por más que nosotros los pensemos como un reflejo del orden natural? En todo caso, quiero suponer que se trataría de una defección parcial, de una herejía, que no apostasía. ¿Molesta a las crecientes clases medias la financiación híbrida de proyectos incluso eminentemente sociales? Es cierto que hemos asistido a la privatización masiva de las empresas estatales rentables y que eso no ha provocado motines; ni siquiera ha creado un estado de opinión adversa; y muchos ciudadanos con derecho a voto, ni se han enterado.
Con todo, el neoliberalismo social y económico no es lo que se nos viene encima. Si hablo de hombres como Zaplana y Blasco (¿no cabría incluir a Jordi Sevilla, aspirante socialista a la cartera de Economía y Hacienda?), es precisamente porque no son neoliberales; pues de serlo, el interés sociológico que suscitaran sería igual a cero. Son los líderes de la tercera ola, por convicción tal vez en parte y tal vez también en parte porque captan y asienten movidos por el posibilismo. El suyo es el camino que ven; y si no ven otro es, muy probablemente porque no lo hay.
Ese bienestar social que propugna el tándem Zaplana-Blasco ni procede ni deja de proceder del Estado. Surge de todas partes y de todas formas, surge de las instituciones (con la estatal en cabeza) y surge del individuo. ¿Es ésta la pulsión que se gesta? ¿Un híbrido irreversible de la razón histórica y la razón natural? ¿Una doctrina contra la que clama o clamaría el neoliberal puro y el socialdemócrata de la vieja estirpe? ¿No es ése, sin embargo, el futuro? ¿Con permiso del radicalismo islámico?
Estos hombres que esgrimen conceptos como 'la persona como eje y centro de la acción política', 'atención integral', 'redistribución de la política social', 'solidaridad pasiva', 'nueva participación', 'nueva ciudadanía', etc., siembran la duda entre quienes siempre hemos creído que el capital privado, cuando se asocia con el público, tiende a colonizar a este último. ¿No es éste el mayor peligro de tal alianza? Pero no tiene porqué ser así y a veces ha sido al revés, me replicarán.
Porque no hay esferas estrictas sino interacciones. El poder económico puede ser un rey... sobre el que se proyecta la sombra del Estado, mientras el Estado actúa en todas las direcciones... sin perder de vista el poder económico. Y bajo la complaciente mirada y estímulo del Estado, el individuo se arrima a una organización ecologista, a una ONG, al voluntariado, etcétera. En definitiva, el hombre es el centro, pero el centro es el hombre. Un centro benevolente que estimula la iniciativa privada (Zaplana prefiere decir 'social'), que glorifica el talento creador de riqueza y que entiende la igualdad como igualdad de oportunidades; al tiempo, no obstante, que reconoce y concede la dignidad esencial de la persona, de todas las personas, sean portadoras de genes portentosos o de los causantes del síndrome de Down.
Ellos han convertido en ortodoxia las heterodoxias. Las han metabolizado. Por algo será, me digo, como de costumbre, sin pena ni gloria.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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