Moderación islámica
La Conferencia Islámica reunida con carácter de urgencia para evaluar los bombardeos sobre Afganistán se ha saldado con un pronunciamiento contra los crímenes del 11 de septiembre, que 'contradicen las enseñanzas de todas las religiones y los valores morales y humanos', y la demanda de contención en la respuesta militar, que debería evitar a toda costa la muerte de civiles inocentes. Este órgano, que representa a 56 países y a casi 1.200 millones de creyentes musulmanes en todo el mundo, no ha mencionado por su nombre a Bin Laden, pero tampoco ha condenado los bombardeos estadounidenses como proponían Siria, Irán e Irak.
La declaración final de Qatar tiene la falta de convicción que suele acompañar las resoluciones de una organización más bien retórica, incapaz de conciliar en nombre de la religión las enormes diferencias entre sus Estados miembros, que van desde Indonesia y Turquía hasta Nigeria, Pakistán o las teocracias del Golfo. La conferencia se viene a sumar a la reacción moderada de la mayoría de los Gobiernos musulmanes, y árabes en particular, tras la decisión de George Bush de destruir al régimen talibán por su apoyo al terrorismo internacional. Porque una cosa es criticar la política estadounidense hacia Irak o los palestinos y otra permitir que el sentimiento popular decida la política de los Estados. Una de las causas de esta ambivalencia es la nula o débil representatividad de muchos regímenes musulmanes, que les condena a estar obsesionados con su propia supervivencia.
En este contexto de moderación oficial, la proclama televisada de Bin Laden llamando a la guerra santa puede haber capturado la imaginación de muchos y sin duda inflamado las pasiones de los más radicales. Su imaginería religiosa, evocadora de la furia de algunos pasajes del Corán, y sus referencias a '80 años de humillación y desgracia' encajan con el sentido de acoso de quienes se ven amenazados por una modernidad en manos de EE UU y el capitalismo occidental. Pero su apelación a la yihad está devaluada no sólo por un burdo oportunismo, sino por el abuso que durante décadas ha sufrido un término acuñado en los textos sagrados con propósitos más complejos. Pocos ejemplos más sangrantes de su canto de sirena sobre Palestina que los enfrentamientos de esta semana entre estudiantes de Gaza y la policía de Arafat, colocado en el lado justo por el sentido común y las circunstancias.
La extraordinaria gravedad de los acontecimientos de Nueva York y Washington se compadece mal con la callada o las medias palabras de regímenes musulmanes que, en vez de ofrecer a sus ciudadanos progreso y libertad, han permitido en muchos casos el secuestro de la fe islámica con propósitos políticos, o han dado vara alta al terrorismo o a su abierta propaganda, con tal de mantener a salvo su flanco interior. Pero quizá más grave es el silencio espeso, con un par de honrosas excepciones en Egipto y Arabia Saudí, de los líderes religiosos. El islam no tiene un vértice indiscutido que pueda pronunciarse con autoridad global sobre la infame soflama de Bin Laden. Pero sí relevantes intérpretes de la ortodoxia coránica, a sueldo del Estado, y que ahora permanecen mudos, cautivos en el dilema de dejarse llevar por la corriente más vociferante o condenar abiertamente lo que su libro sagrado execra sin tapujos.
La batalla que EE UU y sus aliados mantienen va a ser larga y complicada. No hay un ejército que vencer, sino una red tupida y amorfa amparada por un credo que ha conseguido muchos adeptos en su versión más extremista. Eliminar o llevar a los tribunales a algunos de los cabecillas del terrorismo islámico y destruir sus infraestructuras militares puede ser relativamente fácil. Pero el combate final es contra una ideología perversa que se ampara en un supuesto mandato religioso. Y para eso no sirven los cazabombarderos. No entenderlo sería caer en la trampa del fanatismo.
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