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Columna
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El sueño de Kabul

Ayer soñé que estaba en Kabul. En una vivienda destartalada, cerca de un río. Alguien rezaba en el piso de arriba cuando comenzaron las bombas. Oí llantos de niños, voces de ancianos, lamentos de mujeres a cuyos maridos se los llevó el talibán. Me asomé a la ventana y vi un resplandor en el cielo: llamaradas hacia la zona del aeropuerto al que llegué hace tantos años, cuando todavía reinaba Zahir. Debo ser un hombre viejo y no sé a qué vine a Kabul. Tal vez a vender biblias por cuenta de una sociedad cuáquera de Boston. También soñé que no vendí ninguna. Luego me desperté y entonces vi las bombas de verdad, que hacían poco ruido en la pantalla del televisor. Puntos de luz bajo la noche del fundamentalismo. Y quise volver al sueño y lo conseguí, qué raro. Debió ser un milagro electrónico de Bin Laden. Y en el sueño nuevo aprendí a amar a Afganistán por la bravura de sus gentes y por la belleza primitiva de su tierra. Por haber sido, con Alejandro Magno, la Grecia más remota. Por su geografía de cuento de Borges. Afganistán, tierra mártir. Víctima de dos horrores que anegaron de sangre el siglo XX. El imperialismo soviético, que invadió el país en 1979, entre el silencio cómplice de tantos comunistas de Occidente que ahora claman contra la legítima y necesaria respuesta militar de EE UU. La otra plaga es el fanatismo religioso de quienes odian la libertad, la igualdad de sexos, la democracia, la vida laica, los cuerpos desnudos al sol. Pero he regresado al sueño de Kabul. Las bombas no me dejan dormir. Me levanto. No hay luz. Tampoco hay agua. Vuelven las quejas de los niños, el dolor de las mujeres y los ayes de los ancianos. Espero el amanecer y eso que sólo podrá llegar cuando exista un estado Palestino, soberano y respetado. Y también cuando los valores democráticos, que no tienen por qué ser incompatibles con el Islam, lleguen desde Mauritania hasta Kabul. En sueños abro los ojos y veo que están llegando los valores democráticos. En esta noche de fuego de misiles. Traen oro, incienso y mirra. Y siento que todo huele a quemado. A muerte y esperanza, qué extraño.

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