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Tribuna:LA ESPERANZA PARA EL FUTURO
Tribuna
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Aprender de las lecciones del pasado

Los ataques contra las Torres Gemelas del World Trade Center y el Pentágono fueron un crimen global contra la humanidad. Las víctimas eran personas de todas las nacionalidades, etnias y credos religiosos. Los perpetradores eran una siniestra red transnacional de fanáticos, movidos por una poderosa mezcla de odio y creencias religiosas fuera de lugar. Como han señalado muchos expertos, no fue sólo un ataque contra las 6.000 personas o más que murieron; fue un ataque contra valores que amamos: la libertad, la democracia, el sistema de derecho y, por encima de todo, la humanidad.

Es necesario hacer toda clase de esfuerzos, incluida la acción militar, para eliminar la red y desacreditar totalmente su atractivo. Pero dichos esfuerzos no se deben equiparar a una guerra a la antigua usanza. Si no conseguimos comprender esto, nos arriesgamos a un ciclo interminable de violencia y de terror.

El presidente Bush describió los atentados como 'un nuevo tipo de guerra' y, de hecho, los atentados se pueden interpretar como una versión más espectacular de las guerras que hemos presenciado durante la pasada década en los Balcanes, Oriente Próximo y África. Estas guerras son muy diferentes de la II Guerra Mundial, por poner un ejemplo. Son guerras difíciles de acabar y difíciles de contener, en las que hasta ahora no ha habido victorias claras y sí muchas derrotas para aquellos que representan los valores de la humanidad y del bienestar humano. Hay mucho que aprender de estas experiencias y que está relacionado con la situación a la que ahora nos enfrentamos.

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Vivimos en un mundo en el que los anticuados conflictos bélicos entre Estados se han vuelto anacrónicos. En la actualidad, aunque los Estados sigan siendo importantes, funcionan en un mundo menos moldeado por el poderío militar y más por complejos procesos sociales y políticos que afectan a instituciones internacionales, agrupaciones regionales, empresas multinacionales, movimientos sociales, grupos de ciudadanos y, naturalmente, a integristas y terroristas.

El perfil de esta 'nueva guerra' es característico porque la variedad de los grupos sociales y políticos involucrados ya no encaja en el patrón de la guerra clásica entre Estados; el tipo de violencia desplegada por los agresores terroristas ya no es llevada a cabo por los agentes de un Estado (aunque pueda haber Estados, o facciones de un Estado, que desempeñen un papel de apoyo); la violencia es dispersa y fragmentada, y está dirigida contra los ciudadanos; y los objetivos políticos se combinan con la comisión deliberada de atrocidades que suponen una violación masiva de los derechos humanos. Una guerra así no se hace por intereses de Estado, sino por identidad, celo y fanatismo religiosos. El objetivo no es obtener territorio, como sucedía en las 'viejas guerras', sino conseguir poder político a través de la propagación del miedo y el odio. La guerra en sí es una forma de movilización política en la que la experiencia de la violencia promueve las causas extremistas.

En la política de seguridad de Occidente hay una peligrosa disyunción entre el pensamiento dominante sobre la seguridad, que está basado en las 'viejas guerras', y la realidad sobre el terreno. La llamada revolución de los asuntos militares, el desarrollo de armamento de alta tecnología para hacer la guerra a distancia y las propuestas para una defensa nacional antimisiles estaban todas basadas en supuestos trasnochados acerca de la naturaleza de la guerra, la idea de que es posible proteger el territorio frente a los ataques de otros Estados. El lenguaje del presidente Bush, con su énfasis en la defensa de Estados Unidos y en la división del mundo entre 'los que están con nosotros y los que están contra nosotros', tiende a reproducir la ilusión, extraída de la experiencia de la II Guerra Mundial, de que ésta es una guerra entre Estados 'buenos' dirigidos por Estados Unidos y Estados 'malos' que acogen a terroristas. Un planteamiento así es muy peligroso. Hoy día, la victoria militar es muy difícil, si no imposible, porque las ventajas de una tecnología supuestamente superior se han ido reduciendo poco a poco. Como descubrieron los rusos en Afganistán y en Chechenia, los estadounidenses en Vietnam y los israelíes en el periodo actual, la conquista de territorio por medios militares se ha ido convirtiendo progresivamente en una forma obsoleta de hacer la guerra.

El riesgo de reaccionar ante el 11 de septiembre como si se tratase de una 'vieja guerra', de concentrar la acción militar sobre Estados como Afganistán o Pakistán, es el de ahondar más en el miedo y el odio, el de una 'guerra nueva' entre Occidente y el Islam, una guerra no entre Estados, sino dentro de cada comunidad, tanto en Occidente como en Oriente Próximo. Sin duda, los terroristas siempre tuvieron la esperanza de un ataque aéreo, que atraerá a más afiliados a su causa. Sin duda están esperando vivamente una división global entre los Estados que se pongan del lado de Estados Unidos y los que no lo hagan. Las redes islámicas fanáticas que probablemente fueron las responsables de los atentados tienen células en muchos lugares, entre ellos Gran Bretaña y Estados Unidos. El efecto de una reacción estilo 'vieja guerra' sería: la expansión de las redes de fanáticos, que podrían obtener acceso a armas horrendas, como, por ejemplo, gérmenes o incluso las armas nucleares paquistaníes; el aumento de los sentimientos racistas y xenófobos de todo tipo y el fomento del conflicto y la tensión en muchos lugares diferentes; el incremento de los poderes represivos justificados en nombre de la lucha contra el terrorismo. Los ganadores serán los empresarios de la violencia, los fanáticos islámicos, por un lado, y los que fabrican misiles de crucero y demás tecnología militar, por el otro. Los perdedores serán las personas corrientes de todas partes.

El único planteamiento alternativo posible es uno que contrarreste la estrategia del odio y el miedo con otra para ganarse los corazones y las mentes. Lo que se necesita es un movimiento a favor de la justicia y legitimidad globales, no estadounidenses, cuyo objetivo sea establecer el sistema de derecho en lugar de la guerra y promover el entendimiento entre comunidades en lugar del terror. Un movimiento así podría hacer presión ante Gobiernos e instituciones internacionales para lograr tres cosas básicas:

1. Un compromiso con el sistema de derecho, no con la guerra. Los civiles de todos los credos y nacionalidades deben ser protegidos, dondequiera que vivan, y los terroristas deben ser capturados y llevados ante un tribunal internacional, que podría seguir el modelo de los tribunales de crímenes de guerra de Núremberg o de Yugoslavia. Los terroristas deben ser tratados como criminales, y no como adversarios militares. Esto no impide una acción militar sancionada a escala internacional, tanto para arrestar sospechosos como para desmantelar redes de terroristas. Pero una acción de este tipo debe ser entendida como una forma más enérgica de llevar a cabo tareas policiales y, por encima de todo, como un método para proteger a los civiles y apresar a los criminales. Más aún, este tipo de acción debe acatar escrupulosamente tanto las leyes de la guerra como las de los derechos humanos.

2. Se debe emprender un esfuerzo masivo para crear una nueva forma de legitimidad política global, que perseguiría el descrédito de las razones por las que se considera a Occidente egoísta, parcial, selectivo e insensible. Esto implicaría la reanudación de los esfuerzos de paz en Oriente Próximo, conversaciones entre Israel y Palestina, condena de todas las violaciones de los derechos humanos en la región y un replanteamiento de las políticas hacia Irak, Irán y Afganistán.

3. Un reconocimiento a priori de que las cuestiones éticas y de justicia planteadas por la polarización global de la riqueza, la renta y el poder, y con ellas las enormes asimetrías en las opciones vitales, no es algo cuya resolución pueda dejarse en manos de los mercados. Los que son más pobres y más vulnerables, que están atrapados en situaciones geopolíticas que se han desentendido de sus reivindicaciones económicas y políticas durante generaciones, siempre serán terreno abonado para los reclutadores de terroristas. El proyecto de la globalización económica tiene que ir unido a unos principios manifiestos de justicia social; y la economía mundial tiene que estar enmarcada en un nuevo bienestar social y en unas nuevas normas y condiciones medioambientales.

La pieza central de la justicia global y de la legitimidad política tiene que ser un movimiento popular que difunda los valores de la pluralidad cultural, los derechos humanos y el sistema de derecho, y que pueda atraer a gente de todas las culturas. Todas las personas de todos los países tienen un papel que desempeñar a la hora de unir a la gente, protegerla y tender la mano, especialmente a los musulmanes, pero no sólo a ellos.

En el momento presente, el peligro es que nuestros líderes políticos reaccionen según formas anacrónicas de pensar con respecto a la guerra y, en el ardor del momento, empeoren la situación todavía más con el uso absurdo de un lenguaje y una conducta propios de vaqueros: dadnos a nuestros enemigos 'vivos o muertos'. Las consecuencias podrían ser incluso más terribles de lo que ahora podemos imaginar. La alternativa es reconocer la novedad de la situación actual, aprender las lecciones de otras 'nuevas guerras' más pequeñas y las profundas dificultades de alcanzar una victoria militar que tenga sentido, involucrar a la gente en un proceso político y no militar, y asegurarse de que los medios y los fines políticos se engranan en la búsqueda de la justicia. No es una alternativa fácil, pero a la larga es la única esperanza.

Un nuevo pacto global para la justicia y la paz tiene que reemplazar a la política de los fanáticos, los vaqueros y las turbas de linchamiento.

David Held es titular de la Cátedra Graham Wallas de Ciencias Políticas en la London School of Economics (LSE); Mary Kaldor es directora del Programa de la Sociedad Civil Global en la LSE.

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