Croacia sorprendente
MUCHA GENTE pensará en ruinas, peligros, hambre y pobreza sólo con oír mencionar Croacia. Pero como hace años que la guerra acabó y mis padres recuerdan un par de ciudades por las que pasaron hace 18 años camino de Grecia, nos decidimos a llenar la autocaravana de provisiones e ilusión, y partimos desde nuestra villa ourensana, O Barco de Valdeorras, hacia Croacia, locos por conocer nuevos lugares y un poco de aventura.
Croacia en general, y todos los pueblos de la costa en particular, es mucho más europea de lo que su nombre inspira. Calles llenas de gente y ambiente selecto, puertos náuticos impresionantes y veleros recorriendo las aguas del Adriático.
Tras cruzar pueblos muy madrugadores como Sibenik, llenos de encanto, llegamos a Split, un lugar construido sobre las ruinas del colosal palacio de Diocleciano. Mi asombro se desborda: en ningún momento mi imaginación habría logrado abarcar tanto. Una verdadera maravilla.
Dubrovnik marca un antes y un después en nuestro camino. Tanto fue nuestro aturdimiento al conocerlo, que nos sentimos transportados a otra época en un mundo diferente. Es como un escenario, parece todo hecho a medida. La reconstrucción fue realizada con tanto esmero, que parece un rompecabezas gigante: los tejados tienen minuciosamente colocadas las tejas viejas por encima de las recién puestas, para no cambiar el color ni alterar el resplandor de esa pequeña península que parece levitar sobre el mar.
Las pobladas montañas lindan con el penetrante verde del mar; todo es vegetación, el paisaje ilumina la vista. El parque de Pliyice: un día de marcha por caminos en sombra para descubrir los 16 lagos y las cascadas cuyo arrollador sonido nos acompaña en nuestro paseo.
Hasta donde la mirada alcanza, el país sobrecoge por la grandiosidad de muchos de sus lugares y el comportamiento hospitalario de los habitantes.
El viaje finaliza en Zagreb, bulliciosa capital con terrazas llenas de gente y calles peatonales abarrotadas. La noche cae y la luna se refleja en los andamios de la catedral en restauración.
Con una curiosa dicha agridulce en nuestro interior, nos recogemos. El viaje se acaba y nos damos por satisfechos.
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