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Columna
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Naftalina e incienso

Creo atravesar el túnel del tiempo y retrotraerme a viejas épocas cuando me entero de que la corriente batasuna Aralar ha decidido convertirse en un partido político y probar suerte. La noticia es, por supuesto, positiva, porque todo lo que reste fuerzas a la barbarie y le plantee algún interrogante lo es, pero también es indicativa de lo poquito que se ha movido este país estos últimos veinticinco años. Y no puedo evitar mi impresión de que todo eso huele a viejo, a noticia que se repite cíclicamente con un ritual además casi idéntico. Escisiones de esa naturaleza las ha habido siempre en ese universo berroqueño, si bien es verdad que antes eran más frecuentes, y seguramente las seguirá habiendo. Forman parte de un paisaje político tan enquistado como el Amboto, y son una muestra de que este país es incapaz de superar situaciones que las sociedades de su entorno superaron como un mal sueño hace tiempo. Y es que este país huele a viejo.

Los de Aralar, por ejemplo, han entrado en el ruedo con el mismo afán redentor con que salieron de él. Aunque sea por criterios oportunistas o utilitaristas, nos parece estupendo que de pronto les duelan los muertos, pero después de haberse tragado más de ochocientos asesinatos con cara de palo, nos resulta inverosímil que puedan ser ellos los que vengan a salvarnos de esa barbarie. Sin embargo, ese parece ser el propósito y es así, o casi, como se presentan. ¿Se puede presumir por ello un giro radical en su actitud? No forzosamente, pues si antes se acomodaron en el territorio de la matanza fue para salvarnos, y es para salvarnos por lo que parecen retirarse ahora a campos menos dolorosos; y por salvar, pretenden salvar hasta al PSOE. Argüirán que algún respingo dieron cuando veían correr la sangre, pero el crimen era apenas un incómodo sobresalto que en nada anulaba la validez de los principios, y éstos consistían en salvarnos. Pecata minuta el crimen, que sólo sacudía algún escrúpulo, cuando nuestra salvación estaba en marcha. Y es también a nuestra salvación a la que invocan cuando alían ahora el escrúpulo a los principios y en nombre de la pureza de éstos se deciden a la nueva andadura.

Ciertamente, rechazar el crimen, aunque sea en nombre de los principios mismos por los que antes se lo defendía, ya supone un cambio de esos que se suelen llamar cualitativos, pero aún está por ver cuál puede ser el alcance de ese rechazo. Está por ver si no consistirá todo en un simple cambio de atalaya dentro de la misma geografía, en la que el crimen salpique menos y desde la que se ocupe una posición estratégica más cómoda ante la incertidumbre de la política. Pero eso no significa ya de por sí rechazar el crimen, tan sólo significa evitar su mancha. Cuando en nombre de su programa de salvación, que sigue siendo el mismo, tengan que enfrentarse a la barbarie, veremos si sus razones son de las que mitigan, contextualizan y reenvían a otra cosa, o son de las que se exponen de forma radical: el crimen carece de paliativos, no debe ser, y no ha de entrar en el ámbito de la razón. Este es el principio básico que ha de servir de fundamento a un pacto de las fuerzas democráticas vascas. No deja de ser terrible que todavía haya muy pocas que estén en condiciones de firmarlo.

En el fondo, hay algo de eclesial en todo esto. Este afán redentor que nos caracteriza, este afán de salvar y alcanzar la tierra prometida -véase Euskal Herria- huele a iglesia, por muy de rojo que se tiña, y es la madre del cordero. De hecho, rojerío y terror -y hasta el PNV trata de encontrar el calor de la rojez- cumplen la función que la ortodoxia, el buen comulgante, y la pena eterna cumplían en el viejo sistema eclesial. A falta de esos viejos instrumentos conminatorios, estos otros funcionan de maravilla. Y si no lo hacen así, se recurre al histerismo. Como en las campas de Salburua. Tanta celebración convulsa de la victoria, huele a derrota. Y creo que lo saben, sí, saben que el nacionalismo está en horas bajas y corren a acorazarse, a buscar aliados que cuadren con su nueva ortodoxia, y a crear al enemigo, al pestiño al que vejar y avasallar. Y tienen prisa. Desde esa su atalaya en la que no se manchan, saben que el poder, el que detentan con monopolio, peligra en frágiles coyunturas nada propicias al terror, y precisan de nuevos acólitos que les permitan apabullar y tener un enemigo débil: el no nacionalismo en la oposición. Tenemos oposición, decía Javi Ugarte. ¿Sí? Lo que sí seguimos teniendo es iglesia.

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