_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Por tierra, mar y aire

Como el lobo del cuento, durante la legislatura comprendida entre 1996 y 2000 el Partido Popular, su Gobierno y su presidente atiplaron la voz y se enharinaron la pata con objeto de parecer mansos corderillos. Por una parte, hacían de la necesidad virtud; es decir, convertían su dependencia aritmética respecto de Convergència i Unió en presunta convicción centrista; por otra, disipaban los recelos de una porción del cuerpo electoral ante el retorno al poder de la derecha, esos recelos o temores que el PSOE había plasmado habilísimamente en la metáfora del dóberman.

Sin duda, tales recursos cosméticos contribuyeron no poco a la conquista, en marzo de 2000, de la mayoría absoluta: el dóberman se había convertido en un perrito faldero. Sin embargo, esa supuesta metamorfosis canina no ha resistido mucho tiempo a los embriagadores efectos del rodillo parlamentario ni a la tentación de un Aznar en retirada de pasar a la historia como el refactor de la vertebración de España tras los excesos centrífugos de la transición y las debilidades o servidumbres de la izquierda. Ahora, justo cuando enfila el cruce del ecuador de su segundo y último mandato, el presidente del Gobierno parece haber ordenado una ofensiva general, por tierra, mar y aire, cuyo horizonte final sería reducir de facto el actual sistema de autonomías políticas a la mera descentralización administrativa, transformar las comunidades autónomas en una especie de grandes diputaciones provinciales, adornadas -eso sí- con toda la pompa precisa para que la ciudadanía poco informada no se mosquee demasiado.

Lo peor de este vendaval antiautonomista es que ha sorprendido al nacionalismo catalán gobernante en paños menores: inerme en Madrid, cautivo en Barcelona

Las puntas visibles de esta ofensiva en toda la línea son tan abundantes como notorias. Comencemos por la Ley Orgánica de Universidades (LOU), que pisotea la autonomía universitaria, recentraliza el proceso de selección y promoción del profesorado y menosprecia tanto el carácter pluricultural y plurilingüe del Estado como el papel competencial de las comunidades autónomas -y ello a pesar de los afanes del consejero Mas-Colell por ponerle vaselina al asunto- y los denodados esfuerzos negociadores del grupo de CiU en el Congreso. Son bien significativos, en este ámbito, los durísimos juicios contra la LOU que ha expresado Manu Montero, rector de la Universidad del País Vasco, a quien nadie podría tildar de nacionalista.

Tenemos también, aún no desestimado a pesar de las resistencias con que topa, el proyecto de Ley de Cooperación Autonómica, pero sobre todo la Ley de Estabilidad Presupuestaria que, con el loable pretexto del déficit cero, bloquea la independencia financiera de los ayuntamientos y de las autonomías, y somete su capacidad para fijar las propias cuentas a la humillante tutela central de la Comisión de Política Fiscal y Financiera. Si a esta gravísima imposición legislativa le añadimos el voto parlamentario, el pasado día 25, de una proposición no de ley del Grupo Popular que rechaza y descalifica la creación de nuevos tributos por parte de las comunidades autónomas, no es muy aventurado inferir que los estrategas del PP han diseñado una nueva fórmula: en lugar de arduas pugnas de competencias con cada autonomía sobre la base de argumentos patrióticos, es mucho mejor controlarles la intendencia con coartadas técnicas; sin nuevos recursos financieros ni posibilidad de endeudarse, ¿quién va a ser el guapo que reclame traspasos pendientes o nuevas competencias?

Acabamos de asistir igualmente, esta misma semana, a la renovación de los 36 altos cargos institucionales, una jugada en la que el PP -con la complicidad del PSOE- ha arrojado al nacionalismo vasco a las tinieblas exteriores y ha excluido al nacionalismo catalán del Tribunal Constitucional, procurando poner a este importantísimo órgano del Estado en sintonía con el 'cierre autonómico' que Rafael Ribó denunciaba el otro día en el Parlamento. En fin, no debemos olvidar el rifirrafe alrededor del acuerdo extremeño-andaluz en materia de televisión autonómica porque, más allá de los pretextos invocados por el PP o de las fobias partidarias que transmite, el episodio traduce el deseo del Partido Popular de convertir ese Senado donde ostenta mayoría apabullante no en cámara de representación territorial, sino en cámara de tutela y vigilancia sobre un Estado autonómico en el que la derecha aznarista no ha creído nunca.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Pero, por amenazadora que resulte su fuerza, lo peor de este vendaval antiautonomista es que ha sorprendido al nacionalismo catalán gobernante en paños menores: inerme en Madrid frente a la arrogancia chulesca de José María Aznar, cautivo en Barcelona de los 12 escaños del PP y, además, aturdido por las perplejidades internas del relevo generacional en curso. Así lo ha reflejado, a mi juicio, el debate de política general que concluyó ayer en el Parlament de Catalunya: ese tono dolorido, timorato, conciliador pese a los desplantes del Gobierno, con que el presidente Pujol abrió la sesión del martes, su respuesta esquiva -cortés, pero esquiva- a la oferta de pacto de estabilidad formulada por Carod Rovira el miércoles... Tal vez, pensando sólo en cómo prefiere pasar a la historia, Pujol hubiese aceptado ya la propuesta del líder republicano; en la perspectiva sucesoria de CiU, por el contrario, puede haber temido perjudicar las posibilidades de Artur Mas en beneficio exclusivo de Esquerra, de Maragall y hasta del PP.

De cualquier modo, si Jordi Pujol cree o nos quiere hacer creer que, en estos tiempos tan poco propicios para el autogobierno, perseverar en el diálogo, en el pragmatismo, en la búsqueda del compromiso -ser, en una palabra, la antítesis de Arzalluz e Ibarretxe- será apreciado y le será agradecido por la encabritada derecha española, sostengo que se engaña o que nos engaña.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_