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LA CRÓNICA
Columna
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¿Dónde estás, Margarita Gras?

Mi madre fue una niña catalana. Entre los 5 y los 12 años pasó más tiempo en casa de los Gras, jugando con su amiga Margarita, que en el hogar de los Levín. Los Gras eran barceloneses y hablaban en catalán, claro. Comían butifarras y tenían un perro llamado Patufet. Vivían en un caserón de una planta con un gran jardín que atravesaba la manzana. Ahí había una higuera, un gallinero, un loro de nombre ignoto y espacio para corretear. Esto sucedía en la Buenos Aires de los años treinta, en la mundialmente conocida avenida de Corrientes. Las dos familias de inmigrantes vivían puerta con puerta y compartían el afán de abrirse camino en aquellas tierras remotas.

Mi abuela Berta Gurevich era lituana y su marido, Miguel Levín, venía de Besarabia, hoy parte de Moldavia. Margarita y mi madre habían nacido en Argentina y las unía la patria más profunda e indeleble que existe: los juegos de la infancia. Fueron siete años de amistad y hermanamiento. Tenían la misma edad, iban al mismo colegio, eran inseparables. Mi madre entendía perfectamente el catalán, conocía las canciones de cuna, comía los platos típicos, era como una hija más para la familia Gras. Hasta que un día, inopinadamente, los Levín se mudaron y las niñas dejaron de verse. Supongo que las nuevas amistades y la tormenta hormonal de los 12 las distrajeron y evitaron que la separación adquiriera tintes de drama.

Esta historia comenzó en la Buenos Aires de los años treinta, cuando mi madre jugaba con su amiga Margarita en casa de los Gras

Unos años más tarde mi madre sintió el vacío dejado por Margarita e intentó encontrarla. Repasó los listines telefónicos, hizo vanas llamadas e incluso acudió al Centro Catalán de Buenos Aires. Para su gran disgusto, Margarita Gras parecía haber sido tragada por la tierra: jamás volvió a saber nada de ella. Mi madre emitió un suspiro hondo y la vida continuó discurriendo como un rosario de latidos y ausencias. La famosa avenida de Corrientes sonó a tango y también a rock. ¿Hubo algún tiempo bueno en aquel país del fin del mundo? Seguramente que sí, pero, por algún motivo, me cuesta recordarlo. Sé que salí corriendo hacia España, espantado por la impunidad de las huestes fascistas y atraído por los relatos entusiastas de los amigos que me precedieron.

Todo lo que contaban era cierto. Pasé de Madrid a Barcelona en cuestión de meses, arrebatado por el influjo único de esta ciudad que ahora es la mía. No fue ajena a ese arraigo inicial una mujer de rasgos mediterráneos y voz grave de quien me enamoré con locura. Fui correspondido, feliz y padre de una criatura que hoy es un muestrario andante de tatuajes y de piercings. Otra niña catalana hace su aparición en esta pequeña historia que no sé bien adónde quiere llegar. La mente no lo sabe, pero el corazón sí. Por eso dejo que me guíe, a ver si llego a buen puerto. Tuve una familia barcelonesa durante los años que pasé con la madre de mi hija. Me acogieron con cariño, me aceptaron y soportaron con grandeza de espíritu mis horribles defectos. Más fácil les resultó tratar con mi madre, que ha ido viniendo de visita a lo largo de todos estos años, con especial énfasis desde que nació su nieta catalana. Me imagino lo que habrá sentido cuando la niña empezó a hablar. ¿Era la voz de Margarita Gras que emergía del reino de la bruma para restituir el vínculo trunco? ¿Curó el dulce catalán de la nieta la herida abierta por aquella mudanza repentina? ¿Puede restañarse el hierro de una ausencia con una presencia de oro? Por supuesto que sí. Los devaneos del destino no siempre deparan naufragios y abismos.

Sé que mi madre lloró de emoción al volver a escuchar aquellas viejas canciones de su infancia. Se reencontró con Patufet y con la butifarra. Hizo falta que unos nazis argentinos aterrorizaran a su hijo para que ella pudiera volver a los sonidos y los sabores perdidos en un recodo improbable del tiempo. Sus padres habían huido de una Europa incómoda en la que el antisemitismo era una amenaza bien tangible. Un salto transoceánico la colocó en la rama de una higuera porteña junto a una niña catalana y ese fue su paraíso particular. Otras hienas capaces de dar tormento a judíos y cristianos ahuyentaron a su hijo, que aterrizó en la España posfranquista y se enamoró de una barcelonesa. Los hilos de esta trama minúscula se trenzan con hebras de amor y de odio. La misteriosa espiral que nos contiene es una caracola galáctica llena de pasillos que se estrechan y se ensanchan. ¿Me transmitió mi madre de algún modo -detectable mediante la ciencia o la poesía- su afinidad con Cataluña? ¿Cuántos de mis antepasados centroeuropeos fueron judíos expulsados de España? ¿Elegí vivir aquí o fue un impulso atávico el que me capturó y me obligó a volver a Sefarad? Hágase tu voluntad, Señor, y no la mía.

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