La venda de la justicia
La larga historia de la negociación de los dos grandes partidos para los puestos renovables en la justicia es desoladora. Da la sensación de que los magistrados del Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal de Cuentas no han de seguir la justicia, sino a sus amigos políticos, y que esas mayorías pueden cambiar los fallos. La gente de este país es suspicaz -¡viejas víctimas de 'tengas pleitos y los ganes'!- y cree lo peor: pero esta miserable lucha abre el camino a más sospechas. La exclusión del PNV y de Convergencia en puestos clásicos para vascos y catalanes molesta más, incluso a los que no amamos las autonomías.
Mientras tanto, el juez Garzón, en quien suele creer tanto la gente -no así algunos de sus colegas, que tienen sus dudas, aunque no imagino que sea por envidia-, asegura (en este periódico) que el tema de las Torres de Nueva York es un delito, y que los jueces deberían decidir su represión y castigo; y en estas circunstancias, los estadistas han de probar su ecuanimidad.
Es mejor no poner nada a prueba, no vaya a ser que pruebe mal. Un estadista como fue Corcuera, ministro del Interior, dio una lección, si se puede llamar así, de desorden, de falta de civismo y de mala educación en el juicio por el supuesto mal empleo de los fondos reservados. No tengo motivos personales para dudar de su inocencia, aunque creo que no deberían existir 'fondos reservados' y todos deben ser públicos; se suele decir que sólo la condena en firme termina con la presunción de inocencia.
Suelo ir más lejos y pensar que la inocencia o la culpabilidad están más allá de las sentencias. Sólo me imagino qué hubiera sido de un pequeño chorizo, ladrón de manzanas para comer, o del inmigrante despapelado, si respondiese así al fiscal y al juez; y cambiase insultos con otros acusados (al inmigrante no se le da esa ocasión: al menor delito, incluido el de la manzana o la barra de pan, se le aplica el peor castigo de los que puede sufrir: la devolución al infierno).
No querría que en un país ideal, aunque se llamase España, los cargos judiciales y las ventajas en sus nombramientos o ascensos, y desde luego los señores fiscales, fuesen el mismo Estado, como en la Edad Media. El solo rey, el único rey, escuchó a un deslenguado asesino, el Cid, y le mandó casarse como castigo y marchar al destierro con sus amigotes: pero eso ya pasó. ¿O no?
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