El miedo al nacionalismo económico
Del mismo modo que los problemas de la democracia se solucionan con más democracia, los de la globalización se controlan con más globalización. Eso es lo que piensan aquellos que apoyan una globalización alternativa no sólo financiera, sino política, jurídica, de los derechos humanos, económica, ecológica... más plena, y que de forma manipuladora han sido calificados de movimiento antiglobalización. Uno de los peligros del estancamiento económico que está sufriendo el planeta y de las consecuencias psicológicas del espantoso atentado terrorista del 11 de septiembre es que se tire el niño con el cubo de agua sucia y se entre en un periodo de nacionalismo económico.
En la historia contemporánea hay dos etapas muy nítidas de mundialización, fracturadas por dos guerras mundiales y por la recesión de los años treinta. La primera dura desde los años setenta del siglo XIX (la Comuna de París) y llega hasta la Primera Guerra Mundial. Ahí se detiene. Al nacionalismo político se añade el nacionalismo económico. Los estadounidenses, victoriosos, viven una formidable tercera década del siglo (los felices veinte), y su comercio y finanzas se extienden por todo el mundo. Pero el crash de la Bolsa de Nueva York se contagia universalmente y se detienen los flujos transfronterizos de comercio y capital. Sólo permanece con altas tasas de crecimiento la Unión Soviética, que pertenece a otro sistema económico, está en su prehistoria industrial y no es interdependiente de Occidente. La Segunda Guerra Mundial es el desiderátum de esta tendencia.
La segunda época de la mundialización comienza en los años sesenta del siglo XX. Desaparecen los efectos más cerrados de las dos conflagraciones, y el capitalismo vive su edad dorada. A partir de entonces, con abundantes picos de sierra (los índices más bajos coinciden con los periodos más recesivos), aumentan los intercambios en el mundo y los países se hacen más y más dependientes entre sí.
Este periodo sufre un cambio cualitativo a raíz de la caída del muro de Berlín y de la desaparición de cualquier alternativa real a la economía de mercado. Surge una nueva categoría, los países emergentes, que se desgajan del Tercer Mundo y aspiran a incorporarse al primero. Es cuando el concepto de mundialización se transmuta por el de globalización.
Por globalización se entiende ante todo globalización financiera. Apoyados en la revolución tecnológica e informática, cientos de miles de dólares se mueven de unos lugares a otros de manera instantánea, 24 horas al día, 365 días al año, casi sin ninguna limitación, facilitando la existencia y la multiplicación de los paraísos fiscales, de una opacidad extrema. Esta mundialización desequilibrada -libertad absoluta de movimientos de capitales; libertad creciente, pero relativa, de bienes y servicios; limitaciones constantes al libre movimiento de personas; amplias zonas del mundo ausentes de esos movimientos- es lo que se llama globalización. Denominarla globalización financiera es una tautología.
Cuando tres aviones suicidas destruyen las Torres Gemelas de Nueva York y parte del Pentágono, en Washington (¿se dan cuenta de que el Pentágono, símbolo de la hegemonía militar de EEUU, se menciona sólo subsidiariamente en los medios de comunicación, como efecto colateral de lo ocurrido?), el presidente Bush llama a la guerra económica contra los terroristas e incauta sus cuentas bancarias en EEUU, y pide que se haga lo mismo en el resto del planeta. Esto supone una limitación a la globalización financiera que hasta ese momento se había impedido. Estados Unidos ha mantenido tradicionalmente una postura mucho más tolerante ante la ausencia de información de unos paraísos fiscales oscuros y sin regulación que Europa o el resto de los países de la OCDE. Mejor no tocarlos, era la filosofía neoliberal. Si ahora tenemos el precedente de una limitación política, ¿por qué no estudiar esa idea fuerza, también política, que es la Tasa Tobin, para regular los movimientos de capitales y que disminuyan las posibilidades de que éstos, en busca del beneficio a cualquier precio y en el menor tiempo posible, arruinen a los países en 24 horas, como sucedió en México en 1995 o en Asia en 1997? ¿Qué impide una discusión filosófica sobre ello? El principal impedimento que tiene la Tasa Tobin para implantarse es la falta de voluntad política y no los problemas técnicos, como afirman quienes no quieren abordarla.
Las medidas de coordinación y de expansión de la demanda que se requieren para sacar al mundo del estancamiento económico previo a los atentados, y a EE UU de la depresión añadida del terrorismo, significan la vuelta de lo público a la escena de la economía. Lo decía en estas mismas páginas Jean-Paul Fittoussi: cada vez que se produce un acontecimiento extremo, las poblaciones redescubren de forma aguda la necesidad de lo colectivo, el interés de estar gobernados, la importancia de los servicios públicos y de su buen funcionamiento... 'existe la posibilidad de que el siglo XXI también se inicie con una rehabilitación de la política (...). La globalización vuelve a ser un negocio de Gobierno más que un gobierno de los negocios'. Los fundamentalistas del mercado, tan abundantes entre nosotros mientras la coyuntura va bien (pero que piden socorro cuando las cosas se tuercen y son sus intereses los que están en precario), olvidan la historia o la tergiversan. En enero de 1995, Japón llevaba tres años estancado. Los japoneses sufren el terremoto de Kobe, en el que hay más de 6.000 muertos y los costes para la reconstrucción ascienden a más de 150.000 millones de dólares; poco después, el metro de Tokio sufre un atentado terrorista con gas sarín, con un balance de más de 5.000 afectados. El índice de confianza de los consumidores cae vertiginosamente y hay temor a que ese tipo de terrorismo se propague. Existen muchas analogías con la actualidad americana. El Gobierno inyecta grandes cantidades de dinero en el sistema y Japón acaba el año con un crecimiento del 1,6%. Hay abundantes precedentes de que la intervención de la política en los mercados puede cambiar la recesión que se pronostica ahora, y también la confianza torturada de los consumidores estadounidense, de quienes dependen nada menos que dos tercios del PIB de ese país.
Superados entre los ciudadanos -por necesidad- los recelos ideológicos de una intervención pública (entre otras cosas porque esa intervención no parece poner en trance una inflación baja y unas cuentas públicas próximas al equilibrio), los dos peligros más cercanos tienen que ver con el conflicto que se avecina entre las libertades cívicas y unas mayores dosis de seguridad, y con la hipótesis del aislacionismo económico.
El dilema entre seguridad y libertad, tan viejo en las democracias, dependerá de su resolución. No es imaginable un régimen político en el que todos los derechos se protejan siempre y plenamente; los valores plantean demandas conflictivas. Las colisiones se resuelven de modos diferentes dependiendo quién gobierne; no son lo mismo los republicanos que los demócratas, Bush que Clinton, o Aznar y Berlusconi que los socialdemócratas. Una resolución equilibrada de esos conflictos entre valores es lo que legitima a las democracias. Bush será juzgado severamente si rompe el orden en beneficio exclusivo de la seguridad y limita las libertades de que se han dotado las últimas generaciones en su lucha contra los totalitarismos del siglo XX. Sería una victoria de los terroristas.
Lo mismo sucede con el aislacionismo económico. Una crisis política puede volver inestable una economía en expansión o convertir en recesión una economía estancada. El terrorismo ha supuesto una gran conmoción sobre los consumidores, que ya estaban afectados por el ahorro negativo (endeudamiento), la disminución del efecto riqueza (pérdidas continuas en las bolsas) y el crecimiento del desempleo y los despidos masivos (por cierto, ahora que se habla tanto de patriotismo, ¿cómo calificar a las compañías aéreas que al mismo tiempo que reciben ayudas públicas por valor de muchos miles de millones de dólares anuncian simultáneamente el despido de 100.000 personas?). La historia demuestra que cuando se unen las tragedias políticas y las recesiones económicas, las naciones tienden a aislarse. Pierden el apetito de mayores flujos comerciales y de capital, y las multinacionales se confinan en su territorio: aumenta el conservadurismo y se reduce el grado de mundialización. Ese nacionalismo económico será muy nocivo, si se produce.
Hay un peligro igual de grave que una globalización desequilibrada, mutilada y generadora de gigantescas desigualdades: la vuelta al pasado. Una contrautopía de sentido contrario: contra la mundialización, la autarquía; contra el librecambismo, los aranceles de los más fuertes; contra lo privado, la burocracia; contra la sociedad, el Estado; contra el individuo, la comunidad; contra la equidad, el igualitarismo... Los abusos de los unos no deben conducir a los de los otros. Ése el es riesgo.
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