Comienza otro otoño merecido
La triste derecha
Más feo que el otoño es nuestra plomiza derecha. El acreditado recurso del carterista gestionable que grita ¡Al ladrón! para sembrar el desconcierto entre sus perseguidores, una vez que ha vaciado el bolsillo ajeno, se está convirtiendo en práctica habitual de nuestros animosos políticos en el poder. Desde Zaplana y su sonrisa a lo Bertín Osborne hasta la cenicienta figura de un Aznar cada vez más cautivo de la imagen que no daba para más de lo que se supone en un monótono funcionario, todo ocurre como si Sagasta o Cánovas jamás hubieran preexistido. Hasta un Emilio Attard haría desaconsejable la figura de quienes le suceden. La vertiginosa tropa de asesores antaño izquierdistas contribuye con el entusiasmo de rigor a que esta Comunidad sufra la derecha más farruca -por ahora, sólo más farruca- de España.
El jazz era joven
Estados Unidos ha desaconsejado también la emisión de una muy bonita canción de Louis Armstrong, con el pretexto de que fue difundida en los etapas finales de la segunda guerra mundial. Lo curioso es que la primera fase de expansión del jazz en Europa, durante el primer tercio del siglo recién finiquitado, obtuvo en Valencia una excelente acogida y que abundaban los dancing donde se tocaban -y se bailaban- muchas de esas músicas casi al mismo tiempo de su producción americana. Se estaba al loro, y nadie tomaba esa sincronía por imperialismo, sino más bien como indicio de un exultante universalismo que la inauguración del siglo habría de confirmar. Quizás sea Novecento, la gran película del primer Bertolucci, el documento mayor en imágenes móviles de ese temprano multiculti.
Las fatwas particulares
Una de las ventajas de la crisis mundial que nos atonta es que igual algunos personajes del occidental mundillo local de la cultura se lo piensan dos veces antes de descomponerse en el dicterio de su particular yihad islámica. El muy reconocido y algo racista odio africano con el que se etiquetaba la opinión de los contrarios habrá de ser reformulado al compás de lo que suceda. No se trata de exigir al escritor local de novela negra una cierta consistencia en la construcción de sus personajes, ni de sugerir al autor teatral por excelencia -o excedencia- que abandone su propensión a lo cursi, ni de hacer notar al escultor de fuentes y ciudades pequeñitas el desgaste sin remedio que padece a cuenta de sus entusiastas amistades. El asunto es otro. Nada va a ser lo mismo a partir de la destrucción de la línea del cielo neoyorkino, y eso lo cambiará todo. También, con suerte, la inclinación a la atroz autocomplacencia provinciana.
Pulsión invocante
En el psicoanálisis de diseño se designa con esa locución a los sujetos propensos a pegar la hebra de tal modo que toman su pulsión particular como remedio a las asechanzas de una exterioridad difusa, tal vez furtiva, a modo de precaución anticipadora. No reviste peligrosidad de carácter grave, salvo en los casos en que aparece asociada a ilusorios emblemas del éxito, pasado o futuro. El síndrome está muy extendido entre los liderillos de la izquierda reconvertida de los años setenta, y su enorme potencial de contagio alcanza sin remedio a sus patronos políticos de ahora. Es una variante que invoca lo mejor para todo el mundo al tiempo que se centra con una rapidez inusitada en el beneficio propio. Una pulsión en clave estrafalaria que acaso sustenta las razones por las que los políticos en el poder desdeñan el buen funcionamiento doméstico de los asuntos de su competencia en favor de afirmaciones del tipo de seremos la envidia del mundo, a poco que nos descuidemos. Se ignora a qué viene tanto empeño en convertirnos en los mejores de nada, como si fuésemos escolares cagones, cuando bastaría con que las cosas funcionaran de una manera aceptable y sin dodotis.
La estación transitoria
La predisposición a ser feliz se alimenta igualmente de placeres casi desmayados, como ese fresquito que de pronto lleva a levantarse de la cama al amanecer y buscar el abrigo de un cobertor una vez terminado el verano, o el azul metálico del cielo en las tardes claras que protege a Valencia minutos antes de anochecer del todo en la segunda semana de octubre. Se dirá que se trata de goces leves y subsidiarios del azar de las meteorologías, aunque más exacto es admirar la variable del ajuste humano ante esa clase de modificaciones agradables. Por ponerse un poco cursi, el anochecer saliendo de Viveros con la cría a hombros bajo el rumor de las innumerables hojas de los chopos es una espléndida manera de precaverse ante los embates de los informativos de la noche.El jazz era joven
Estados Unidos ha desaconsejado también la emisión de una muy bonita canción de Louis Armstrong, con el pretexto de que fue difundida en los etapas finales de la segunda guerra mundial. Lo curioso es que la primera fase de expansión del jazz en Europa, durante el primer tercio del siglo recién finiquitado, obtuvo en Valencia una excelente acogida y que abundaban los dancing donde se tocaban -y se bailaban- muchas de esas músicas casi al mismo tiempo de su producción americana. Se estaba al loro, y nadie tomaba esa sincronía por imperialismo, sino más bien como indicio de un exultante universalismo que la inauguración del siglo habría de confirmar. Quizás sea Novecento, la gran película del primer Bertolucci, el documento mayor en imágenes móviles de ese temprano multiculti.Las fatwas particulares
Una de las ventajas de la crisis mundial que nos atonta es que igual algunos personajes del occidental mundillo local de la cultura se lo piensan dos veces antes de descomponerse en el dicterio de su particular yihad islámica. El muy reconocido y algo racista odio africano con el que se etiquetaba la opinión de los contrarios habrá de ser reformulado al compás de lo que suceda. No se trata de exigir al escritor local de novela negra una cierta consistencia en la construcción de sus personajes, ni de sugerir al autor teatral por excelencia -o excedencia- que abandone su propensión a lo cursi, ni de hacer notar al escultor de fuentes y ciudades pequeñitas el desgaste sin remedio que padece a cuenta de sus entusiastas amistades. El asunto es otro. Nada va a ser lo mismo a partir de la destrucción de la línea del cielo neoyorkino, y eso lo cambiará todo. También, con suerte, la inclinación a la atroz autocomplacencia provinciana.Pulsión invocante
En el psicoanálisis de diseño se designa con esa locución a los sujetos propensos a pegar la hebra de tal modo que toman su pulsión particular como remedio a las asechanzas de una exterioridad difusa, tal vez furtiva, a modo de precaución anticipadora. No reviste peligrosidad de carácter grave, salvo en los casos en que aparece asociada a ilusorios emblemas del éxito, pasado o futuro. El síndrome está muy extendido entre los liderillos de la izquierda reconvertida de los años setenta, y su enorme potencial de contagio alcanza sin remedio a sus patronos políticos de ahora. Es una variante que invoca lo mejor para todo el mundo al tiempo que se centra con una rapidez inusitada en el beneficio propio. Una pulsión en clave estrafalaria que acaso sustenta las razones por las que los políticos en el poder desdeñan el buen funcionamiento doméstico de los asuntos de su competencia en favor de afirmaciones del tipo de seremos la envidia del mundo, a poco que nos descuidemos. Se ignora a qué viene tanto empeño en convertirnos en los mejores de nada, como si fuésemos escolares cagones, cuando bastaría con que las cosas funcionaran de una manera aceptable y sin dodotis.
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