Henry James, Lady Di y los periodistas
La casualidad, esa urdidora de simetrías (como observara David Lodge a propósito, precisamente, de Henry James), ha dispuesto que se publiquen en español, con pocos meses de diferencia, dos novelitas espléndidas, de méritos muy distintos, pero que coinciden en ocuparse, a más de un siglo de distancia, de un mismo y siempre actualísimo asunto: los derechos de la prensa a airear la vida privada de aquellos a quienes toma por objeto de su atención.
El Eco, de Henry James, publicada en 1888 (y que todo parece indicar que se traduce ahora por vez primera), aborda el asunto en sus inicios. Lo hace en un magistral tono de alta comedia que envuelve en luz radiante una reflexión llena de ironía y de sombríos atisbos en torno a un fenómeno que la perspicacia de James (que lo trataría de nuevo en otra novela corta publicada también por Alba, Los periódicos) acierta a valorar en toda su dimensión.
TRAPOS SUCIOS
David Lodge Traducción de Jaime Zulaika Anagrama. Barcelona, 2001 152 paginas. 1.900 pesetas
EL ECO
Henry James Traducción de Celia Montolío Alba. Barcelona, 2001 232 páginas. 2.300 pesetas
TRAPOS SUCIOS
David Lodge Traducción de Jaime Zulaika Anagrama. Barcelona, 2001 152 páginas. 1.900 pesetas
'No me importa decirle que intuyo como el que más cuál va a ser la demanda del futuro', afirma George Flack, corresponsal en Europa de El Eco, una publicación chismosa de Estados Unidos. 'Yo voy a tirar por los secretos, por la chronique intime, como dicen aquí; lo que quiere la gente es justo lo que no se cuenta, y yo voy a contarlo. Además, ya no vale eso de clavar una señal de privado pensando que uno se puede ceñir la plaza para sí solo. No se puede. No se puede impedir la entrada a la luz de la prensa. Así que lo que voy a hacer es instalar la lámpara más grande que jamás se haya visto y conseguir que luzca en todas partes. ¡Ya veremos entonces quién se hace el reservado!'.
Flack habla así a la encantadora Francie Dosson, hija de un millonario norteamericano sin nada mejor que hacer que aburrirse en París gastando todo lo que puede. Gracias a Flack, Francie ha entablado conocimiento con el joven Gaston Probert, cuya familia pertenece a los más rancios círculos de la aristocracia francesa. Esta situación sirve a James para trazar, una vez más, el contraste entre dos mundos, dos mentalidades, dos culturas distintas, emergente una, la otra en declive. Pero en esta ocasión el conflicto lo cataliza la intromisión, en el reservado mundo de los Probert, de la indiscreta pluma de Flack, resuelto a sacar a la luz 'todo lo que es privado y espantoso'.
Cuando, a consecuencia del escándalo que tiene lugar, un amigo le pregunte a Gaston qué sentido tiene mostrarse tan picajosos, éste sólo podrá responder que 'sencillamente así eran; se debía a la influencia de su padre, a su carácter, a su veneración de la intimidad y los buenos modales, al odio de todas las nuevas familiaridades y profanaciones'. Algo que choca con la desinhibida franqueza de Francie y los suyos, para quienes 'los periódicos y todo lo que contenían formaban parte de la fatalidad de las cosas, de la recurrente novedad del universo'.
Lo divertido es que, por parte de los Dosson, la conformidad con los atrevimientos de la prensa no es tanto producto de la vulgaridad que aterra a los Probert como de una mezcla de ingenuidad y puritanismo que se expresa muy bien en la convicción -arraigada en lo más hondo del espíritu del señor Dosson- de que si las personas puestas en evidencia 'habían hecho algo malo, debían avergonzarse de sí mismas y no podían compadecerlas, y si no lo habían hecho, entonces no había necesidad de armar tanto jaleo por el hecho de que otras lo supieran'. El mismo señor Dosson juzga razonable que si alguien monta un periódico tenga que dar a sus lectores los que les gusta: 'Si quieres que la gente esté contigo, tienes que estar con la gente', dice. Y este comentario tiene, para el narrador de James, 'el tono del perdón americano'.
En la visión que Flack tiene
de su propio oficio, él mismo aparece investido -recuérdese- como una especie de Prometeo. No cabe atribuir únicamente a la ambición personal su propósito de 'contarlo todo'. La cultura democrática que irradiaba de Estados Unidos consagraba la libertad de prensa como garantía de claridad y transparencia, palabra esta que ha pasado a integrar la fraseología de la época. Pero esta transparencia, tan conveniente para la probidad de las instituciones, enseguida se convirtió en un requisito exigible a la conducta de cualquier ciudadano. Comenzaba así un imparable proceso de 'desprivatización' del yo que terminaría por socavar en sus cimientos lo que se entiende por la 'cultura de la interioridad'. Pero hay que notar que ese proceso derivaba de una tendenciosa asimilación de lo privado con lo secreto. La socialización del individuo favorecida por la cultura democrática desmanteló la noción de lo privado (la esfera en que el individuo era soberano) consagrando a cambio el derecho a la intimidad y el derecho a la propiedad, que de ningún modo vienen a ser lo mismo.
En el retrato que hace de Flack (uno más, dentro de una estupenda galería), James parece intuir muy bien el tipo de impersonalidad a que conduce su pasión desveladora: 'El aspecto del señor Flack no era tanto una propiedad suya como un prejuicio por parte de quienes lo miraban: fuera quienes fuesen, lo que principalmente veían en él era que le habían visto antes... No era una persona concreta, sino un espécimen o memento... recordaba a ciertas mercancías que cuentan con una constante demanda popular'.
Por su parte, en medio de la tormenta que ella misma ha contribuido a desencadenar, Francie se pregunta si ella y su familia no se han vuelto 'toscos e insensibles'; si a fuerza de leer artículos como los de su amigo Flack no han perdido 'la delicadeza, el sentido de ciertas diferencias y convenciones'; si todos esos artículos, en definitiva, no suponen 'una profanación de cosas sagradas, una convulsión de hogares, un escozor de rostros abofeteados''...
Esto mismo se pregunta, compungida, Fanny Tarrant, la agresiva reportera de Trapos sucios. Esta divertidísima comedia de David Lodge -que tiene todo el aspecto de ser adaptación de una pieza teatral: apenas cinco personajes y un solo escenario- traza una estupenda sátira sobre la vanidad de los escritores, sobre su sometimiento a los medios de comunicación, sobre su dependencia del éxito y de la fama. Pero por debajo de todo esto plantea una delicada reflexión sobre la dictadura del público y el comportamiento de sus agentes, los periodistas; y lo hace por virtud del inesperado quiebro que introduce en el relato la noticia de la muerte de Diana de Gales.
La novela está escrita bajo los efectos de la conmoción que produjo el suceso, y en este sentido constituye todo un documento literario del modo en que se vivió, incluso por parte de los círculos más intelectuales. '¿Crees que estamos a punto de una catarsis nacional?', se pregunta uno de los personajes mientras contempla por la televisión las reacciones de sus compatriotas. Y si hoy, apenas tres años después, la pregunta hace sonreír es porque, entretanto, Lady Di ha pasado a ser, con relación al poder y a los derechos de la prensa, una suerte de María Antonieta, víctima de un orden para el que ella misma simbolizaba la definitiva liquidación de toda privacidad, incluso en los recintos antaño intocables de la realeza.
La muerte de la princesa y su amante, perseguidos por 'las furias de los medios de comunicación', pudo ser contemplada en su momento 'como una tragedia griega'. Pero lo fue en la medida en que pretendieron sustraerse a 'la fatalidad general de las cosas' en un mundo en el que, como escribe James, esa fatalidad la determinan los periódicos y las revistas del corazón, que salen 'como el sol por la mañana o las estrellas por la noche'.
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