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Defensores de la tierra

Miremos las cosas como están. Por un lado tenemos a un gobierno nacional con toda su fuerza ejecutiva desplegada para que prospere la línea eléctrica de una gran empresa que actúa en situación de monopolio. Del otro se alza un pequeño gobierno local que consulta a los ciudadanos y acude al juez para conocer sus derechos con los cuales combatir las porras. La simpatía no puede más que caer de un lado: David, lo dice la Biblia, es mejor tipo que Goliat. Pero el conflicto de Les Gavarres escenifica también dos maneras distintas de concebir la tierra. El sueño nacional produce una tierra mítica, un parque temático en el que a veces priman los grandes objetivos por encima de sus habitantes. La electrificación y los trasvases entre cuencas hidrográficas son dos ambiciones clásicas de los gobiernos que se sienten regímenes, así se llamen Unión Soviética o España desarrollista. Pero hay otro modo de pensar la tierra, más apegado a ella, más volteriano: como un jardín que unos cándidos ciudadanos se aprestan a cultivar, hartos de los grandes horizontes que nunca han alcanzado a ver. En ese momento la tierra de promisión se convierte en simple territorio de deberes y derechos. Y entre los últimos figuran con letras de oro los de vivir en paz y libertad. El Ebro y Les Gavarres no reclaman otra cosa.

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