Violencia, religión y mundo secular
Muchos se preguntan por qué ha habido y sigue habiendo tantos hechos violentos religiosos. Basta echar una mirada a la historia de todos los países, y leer los periódicos, para encontrar por todas partes esa relación estrecha que hace sospechar a muchos que la religión y la violencia se hallan siempre unidas. Eso es lo que nos hemos preguntado cristianos, judíos, islámicos o agnósticos en el oportuno curso dirigido por el juez Garzón en la universidad de verano de El Escorial. Allí se descubrió la importancia de la religión en la violencia actual, entre otras causas, por la defensa de la territorialidad -como ocurre en Palestina-, reacción ésta que viene ya de nuestros ancestros del reino animal.
La lucha contra personas y cosas en nombre de la religión esmalta la historia humana, y actualmente presenta penosos ejemplos, como el hundimiento terrorista de las dos torres de Manhattan. En la antigua Yugoslavia se han opuesto distintas posturas religiosas, y todavía quedan hechos que tienen ese sentido porque hay un duro enfrentamiento de los cristianos entre sí, ortodoxos y católicos, y de todos ellos contra los islámicos, y viceversa. Como vimos en el Líbano hasta hace poco, y seguimos viendo en Palestina -que está llena contradictoriamente de los recuerdos pacíficos de Jesús-, donde ni siquiera se entienden los distintos cristianos en los llamados Lugares Sagrados. Y nada digamos de las monstruosidades artísticas cometidas por los talibán que gobiernan Afganistán y su apoyo a terroristas como Bin Laden; gracias a la inoperancia de las Naciones Unidas, los talibán pudieron hacerlo sin que nadie impidiera los desmanes de todo tipo que cometen en el plano cultural, político y educativo en nombre de la religión.
Y si recordamos someramente la historia, quedaremos impresionados los judeo-cristianos por el ejercicio de la violencia en nombre del Dios Yahvé del Antiguo Testamento; o por la defensa cruenta de la verdad cristiana durante siglos, a pesar de la tolerancia mostrada hacia todos por Jesús, que por eso murió ajusticiado en su propio país.
Nos escandalizan las durezas cruentas del Libro del Deuteronomio y las guerras de exterminio realizadas en Israel en nombre de Yahvé. Y pasa lo mismo si rememoramos las injustas persecuciones de la Iglesia cristiana contra los valdenses y albigenses, y la defensa realizada por San Agustín de la persecución oficial contra los donatistas africanos, justificando la violencia ejercida contra ellos. Y la triste historia de la Inquisición, y sus constantes injusticias y persecuciones por motivos religiosos, usando la tortura y entregando al brazo civil a los condenados por ella, para que los ajusticiase. O lo cometido contra el fraile Savonarola, condenado a la hoguera por el inmoral Papa Alejandro VI. Y, para pretender lavar esa afrenta, cuando ya el mal no tiene remedio, se quiere ahora hipócritamente canonizar a Savonarola; pero sin arrepentirse verdaderamente de esa costumbre persecutoria contra los que no piensan como los que mandan, porque se sigue persiguiendo hoy moralmente a los pensadores eclesiásticos incómodos para la Iglesia oficial, haciéndoles callar la boca si no quieren ser anatematizados públicamente. Y todo ello sin el más mínimo respeto a los procedimientos de una justicia que tenga en cuenta los derechos humanos proclamados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, que Juan XXIII aceptó gustoso en su encíclica Paz en la tierra.
La religión cae constantemente en el fanatismo intransigente ejercido contra las ideas que no se acomodan a su pensar; y en el fundamentalismo que interpreta con un literalismo infantil sus Libros Sagrados, como hacen numerosos grupos en el islam o en el cristianismo. O se llega a unir la religión fundamentalista con la política, y se defiende el integrismo que mezcla ambas cosas, y fácilmente ejerce la violencia física o moral con los que no aceptan sus conservadoras ideas.
Yo no puedo por menos de recordar nuestro siglo XIX, en el que se nos enseñó el nacional-catolicismo todavía reinante en mis años jóvenes, defendido por nuestros obispos, y que fue el único que nos educó a los católicos durante siglo y medio. Se editaba en los Breviarios del Pensamiento Español, como modelo católico en nuestro país, a personajes como el famoso dominico llamado Filósofo Rancio, que advertía a los que seguían su conciencia, cuando no coincidía con sus dictados doctrinales cerrados, que no se olvidasen que los católicos españoles tenían para ellos 'el quemadero'. O el famoso cura catalán Sardá i Salvany, que condenaba todo ejercicio de las libertades civiles como pecado, con la aprobación de numerosos obispos españoles y alabanza de la romana Congregación del Índice. Y rara fue también la voz episcopal -sólo se cuentan dos obispos de la zona llamada nacional- que se atrevió a llamar tímidamente la atención por las muertes que cometía el franquismo con sus enemigos, cuando éstos eran solamente defensores de esas libertades humanas.
¿Cuándo aprenderá nuestra religión hispana a que nadie somos detentadores absolutos de la verdad, sino pacientes buscadores siempre intentando encontrarla poco a poco y mezclada con errores?
Yo aprendí de Pablo VI que la Iglesia debe hacerse diálogo con todos, sin límites ni cálculos ni polémica ofensiva. Y que, por el hecho de la dignidad humana que todos poseemos, tenemos derecho a la libertad religiosa, pensemos o no como la Iglesia oficial. Pero también me doy cuenta de que eso no se practica hoy en ella.
La religión tiene el peligro de ser intransigente si pretende ser en todo la absoluta poseedora de la verdad, incluso en muchas cosas que son discutibles, y sobre las cuales no siempre pensó así la propia Iglesia, por más que quieran ocultarlo sus dirigentes actuales. A mí hay un inteligente pensador católico que me lo enseñó: el cardenal inglés Newman; que lo resumió plásticamente con estas palabras: 'Si después de una comida me viera obligado a lanzar un brindis religioso, bebería a la salud del Papa, creedlo bien, pero primeramente por la conciencia y después por el Papa', 'porque si el Papa hablara contra la conciencia... cometería un suicidio'.
A los fundamentalistas, el temor al cambio, al pluralismo y a la diferencia les hace poner en peligro sus afirmaciones absolutas, y por eso reaccionan violentamente. Incluso se podría sospechar que no están convencidos de lo que sostienen, porque como observó Unamuno que 'los verdaderamente más convencidos suelen ser los más tolerantes; la intransigencia proviene de la barbarie, la falta de educación, la soberbia y no de la firmeza de la fe'.
Y, por supuesto, han aprendido bien la lección de atribuir a Dios sus exageraciones doctrinales e inhumanas para, resguardándose con esa palabra que recuerda un poder absoluto, cubrir con ese halo de fuerza moral sus seudoverdades. Para mí, lo que llamamos Dios no puede ser eso, sino lo contrario: la apertura, como decía el ateo Garaudy; el acogimiento universal, como llamaba a esa experiencia el sabio Einstein; o el principio integrador de todas nuestras experiencias positivas, según el astrofísico Whittaker. Es en definitiva lo que era para Pasteur: el descubrimiento de un ideal de belleza, de arte, de ciencia, de ética, que lo lleva uno dentro de sí como norte de su vida.
¿Se parece esto a la intransigente religión al uso? Por eso, no es extraño que, para mantener esa experiencia positiva en sus vidas, algunos desechen la religión que han conocido entre nosotros.
La religión no tiene soluciones para todo, tiene que acostumbrarse al mundo dirigido en su mayoría de edad por la razón, y no por pretendidos mensajes venidos del cielo para gobernar la sociedad. Es la hora de la 'sana y legítima laicidad del Estado', como reconoció el Papa Pío XII. El mundo por fin se ha secularizado y todos debemos aceptarlo.
Ni teocracia ni clericalismo alguno deben dirigir las cosas de tejas abajo.
E. Miret Magdalena es teólogo seglar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.