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Columna
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Caballero Bonald

La palabra Historia se escribe con mayúscula, como todo lo que no se puede comprender, lo que tiene tantas ramificaciones, afluentes y trastiendas que resulta inabarcable: Libertad, Dios, Justicia, María, Antonio, Cielo, Infierno. Cuando hablamos de la Historia de un país o de una ciudad nos referimos a una serie de acontecimientos ensordecedores y fechas solemnes, hablamos de banderas que arden, torres que caen y castillos que se alzan, de príncipes que huyen y ejércitos que se acercan, pero sabemos que eso es muy poco, que es sólo la parte de arriba de las cosas, la mera superficie del río. La Historia de un país o una ciudad, su Historia completa, de Norte a Sur y de dentro afuera, es la de cada una de las personas que los habitan y los habitaron. ¿Qué le pasó a cada uno en cada calle, en cada casa, en cada parque público? Parece una pregunta sin respuesta y a menudo lo es, pero no siempre.

No siempre, porque existen libros como La costumbre de vivir, el segundo tomo, recién publicado, de las memorias del poeta y novelista José Manuel Caballero Bonald en los que uno puede mirar hacia el pasado y ver la Vida, escrita también, en esta ocasión, con una categórica uve mayúscula. Cualquiera que conozca a Pepe Caballero sabe con qué decisión ha peleado, de noche y de día, en casa y en los bares, por conquistar esa uve mayúscula.

El autor de Ágata ojo de gato y Descrédito del héroe nació en Jerez de la Frontera y se estableció, en diversas épocas y por diferentes motivos, en ciudades como Bogotá o Palma de Mallorca, pero la mayor parte de su vida la ha pasado, al menos entre los meses de octubre y mayo, en Madrid, y la capital de España es el eje en torno al cual giran muchas de las aventuras relatadas en las seiscientas páginas de La costumbre de vivir, que es también, gracias a la mirada incisiva y poliédrica de su autor, la autobiografía de los otros, el inventario de una gente y un tiempo que en muchos casos aún están aquí, en esta realidad de ahora y este nuevo siglo.

Resulta extraño, en ciertos momentos, darse cuenta de que algunos amigos de ahora, por ejemplo los poetas Ángel González y Francisco Brines, estuvieron con José Manuel Caballero Bonald en aquel Madrid remoto y oscuro del franquismo, magistralmente descrito en La costumbre de vivir con su corte de soplones, censores, rebeldes asustados y falangistas arrepentidos o pertinaces; en 'aquella España de los vencedores en que empezaba a sentirme un vencido', como dice el escritor en unas líneas de su obra. Resulta más extraño aún recordar que muchos de los personajes que pueblan este libro y a quienes algunos conocimos y tratamos intensamente ya son parte del pasado: Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, José Bergamín, Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, Gabriel Celaya, José Ángel Valente...

Leyendo La costumbre de vivir, el lector será parte de la escueta y casi heroica vida cultural del Madrid de la posguerra en la que malvivía, a base de trabajos esporádicos, Caballero Bonald; entrará en las casas de Camilo José Cela en la calle Ríos Rosas, en la de Aleixandre en Velintonia o en la de Celaya en Nierenberg, para oír muchas de las cosas que ahí se decían; y también verá por dentro las casas de Dionisio Ridruejo o Dámaso Alonso, llegará a ellas hace medio siglo y verá cosas tan sorprendentes como al propio Dámaso Alonso liándose a puñetazos con la poeta Ángela Figuera Aymerich, que una noche se atrevió a llamarle franquista.

También asistirá el lector a las tertulias del Café Gijón, se meterá en la casa de Pío Baroja el día de su muerte y se encontrará a Hemingway junto al ataúd y hará la ruta casi interminable de fiestas, lecturas, copas, tertulias y reuniones más o menos subversivas con que muchos intentaron paliar aquellos tiempos desventurados en que aún se veían por todas partes 'seres oscuros y furtivos, hijos numerosos de la decepción'.

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La costumbre de vivir no es toda la verdad, porque ningún libro puede serlo, pero es una visión valientemente subjetiva, profunda y minuciosa de una generación y un país contemplado en sus detalles más insignificantes, más privados, esos detalles de los que está hecha la verdadera Historia.

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