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¿Soy antinorteamericano?

Francesc de Carreras

A raíz de la tragedia del día 11 en Nueva York y Washington, han vuelto a surgir voces en Cataluña que, en línea con el viejo macartismo, han acusado de antinorteamericanos a quienes osaban discrepar de algunas posiciones del presidente y el Gobierno de Estados Unidos.

Ciertamente, por lo menos desde la II Guerra Mundial, la izquierda europea ha discrepado abiertamente de la política exterior norteamericana: desde el bombardeo de Dresde y las bombas atómicas sobre Hisroshima y Nagasaki hasta las guerras del Golfo y de Kosovo, pasando por el bloqueo de Cuba, la guerra de Vietnam y el papel de Estados Unidos en el Chile de Allende, en Oriente Medio y en Latinoamérica, entre otros muchos casos. Estos mismos sectores han rechazado también ciertos aspectos de la política interior norteamericana: por ejemplo, la caza de brujas macartista, la censura en Hollywood (el célebre código Hays) o la pervivencia de la pena de muerte. Con frecuencia, al criticar estas actuaciones, se les ha tachado de ser antinorteamericanos.

De nuevo nos encontramos en una situación parecida. Ante la magnitud de la presente tragedia, todos hemos condenado sin paliativos el terrible atentado terrorista; algunos, además, hemos apuntado que ciertos aspectos de la situación mundial son un caldo de cultivo apropiado para el terrorismo y que la respuesta a éste no puede consistir en una guerra. ¿Somos, los que así opinamos, antinorteamericanos?

Estos días hemos comprobado, en estas mismas páginas o en las de otros medios de información catalanes, que para ciertos columnistas expresar estas ideas se debe a una antigua obsesión antinorteamericana. Algunos -los más historicistas- ponen de manifiesto nuestra ingratitud al olvidar la decisiva ayuda militar de Estados Unidos frente a la amenaza nazi; otros -los más pendientes de las modas- consideran que todavía no hemos superado las anticuadas y superadas ideologías progres de los años sesenta; unos terceros, en el colmo del absurdo, nos acusan de ser partidarios de los enemigos públicos oficiales del momento: de Sadam Hussein, de Milosevic o, quizá ahora, de Bin Laden. En el fondo, siempre late la sospecha de que todo ello se debe a una melancólica frustración debida a la derrota del bloque soviético.

Va de suyo -permítanme el galicismo- que todas estas acusaciones me parecen totalmente infundadas. La discrepancia sobre ciertos aspectos de la política exterior no implica estar en contra de un sistema político, de una cultura y menos aún -sería un absurdo irracional- de toda la población de un Estado. Sólo desde posiciones nacionalistas y comunitaristas se justifica la incompatibilidad entre pueblos: en las guerras mundiales, los franceses contra los alemanes; en la guerra fría, los soviéticos contra el 'mundo libre'; ahora -como ha teorizado Huntington-, la civilización judeo-cristiana contra el mundo islámico. No es casualidad que quienes nos acusan de antinorteamericanos sean, en su gran mayoría, nacionalistas que machaconamente insisten en el antagonismo entre Cataluña y España.

Obviamente, el desacuerdo con el Gobierno de Estados Unidos no presupone antinorteamericanismo, si es que esta palabra tiene algún sentido. Simplemente, se discrepa en dos puntos. En primer lugar, se considera que el terrorismo encuentra el terreno abonado en un sistema neoliberal en lo económico y antidemocrático en lo político que conduce a gran parte de la humanidad a la pobreza, al fanatismo ideológico y a la segregación social. En segundo lugar, se considera que frente al terrorismo en sentido estricto no cabe utilizar la guerra -la guerra sucia', en palabras de Bush-, sino la cooperación policial internacional dentro del respeto a las reglas propias del Estado de derecho. En definitiva, las posiciones discrepantes consideran que el creciente distanciamiento mundial entre ricos y pobres y la violencia como método de resolución de conflictos sólo contribuirán a aumentar las tensiones y propiciarán mayor riesgo aún de acciones terroristas.

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Afortunadamente, importantes personalidades de la cultura norteamericana suscriben estas posiciones. En los últimos días, hemos podido leer en la prensa española artículos en este sentido de Arthur Schlesinger (Universidad de Harvard, ex consejero de Kennedy), Noam Chomsky, Gore Vidal, Norman Birnbaum (Universidad de Georgetown), Paul Kennedy (Universidad de Yale), Jeremy Rifkin, James Hilmman (Universidad de Ohío), Stephen Zunes (Universidad de San Francisco), Jessica Stern (Universidad de Harvard). También de intelectuales de otros países, como David Held (London School of Economics), Martin Amis, Sami Naïr, Carlos Fuentes y, entre nosotros, Salvador Pániker, Xavier Rubert de Ventós y Juan Goytisolo, entre otros muchos. Personalidades tan caracterizadamente neoyorquinas como Woody Allen o Paul Auster se han mostrado matizadamente críticas con las posiciones oficiales.

¿Son todos ellos antinorteamericanos? Plantearse tal pregunta ante tal cúmulo de nombres relevantes la convierte en ridícula y, a la vez, pone en ridículo a nuestros macartistas locales. Precisamente si hemos aprendido algo de la tradición democrática norteamericana, desde los 'padres fundadores' de la Constitución en el siglo XVIII hasta Rawls, Dworkin o Ackerman en la actualidad, es la importancia de la crítica en el marco de la libertad de expresión.

Nuestros macartistas locales hacen bien en defender aquello en lo que creen, pero pierden toda razón al tachar de antinorteamericanos a quienes discrepan de las posiciones oficiales del Gobierno de Estados Unidos. Justamente, quizá leyendo a pensadores norteamericanos fue como aprendieron a discrepar.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB

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