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Columna
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Ruinas

Las ruinas son los estratos que el pasado va acumulando sobre nuestro suelo, el sedimento abandonado por la memoria para que nos baste sólo con mirar y podamos sospechar lo que fuimos, lo que creímos o quisimos ser, lo que nunca seremos. El paisaje se va convirtiendo en un mensaje cifrado, en una larga novela de capítulos amputados que trata de nosotros mismos. Por eso me gusta pasear por la ciudad: ruinas son los templos inestables que los sabios rescatan de las aceras, pero también los viejos bares, los cines clausurados o el quiosco que vendía tebeos y ahora ocupa un melancólico vendedor de cupones. Ando despacio, examinando el lenguaje que el tiempo emplea para escribir, reconociendo sus modismos, disfrutando con su retórica y sus ironías; en el hecho de que los seculares palacios nobiliarios sean hoy sedes de grandes almacenes y de que el antiguo alcázar de los reyes reciba a plebeyos de pantalón corto hay el resto de un cruel sentido del humor. Paseo por el cardo y el decumano de Itálica, me detengo frente a los mosaicos de las casas patricias: aquellos de entre nuestros abuelos que construyeron todo este complejo sostuvieron un imperio, viajaron hasta los límites del poniente, quisieron ser representantes de una cultura ecuménica que agrupara a todos los hombres. Igual que los restos revelan que los romanos fueron un pueblo lacónico y efectivo, el hedonismo árabe se lee en sus piedras: las filigranas de los artesonados de la puerta de la catedral, la estameña de las fachadas de la Giralda hablan de seres exquisitos y perezosos, que entendieron la vida como un largo tributo a la belleza. En los barrios de la periferia, están los vestigios del desarrollismo; aglomeraciones de edificios de apartamentos y casas cariadas nos recuerdan tiempos en que lo importante se reducía a buscar cobijo, sin consideraciones superfluas como la estética, el espacio, la luz. Y cruzando el río, en La Cartuja, tenemos las mayores ruinas de la ciudad, ésas que representan el sueño truncado de todos los sevillanos.

Aquí resulta más fácil pasear que en ninguna otra parte, porque sólo los fantasmas habitan ahora este suburbio paradójico: el visitante siente la impresión contradictoria, ante el estrafalario diseño de las construcciones y las pátinas de mugre que las cubren, de que contempla simultáneamente el futuro y un distante pasado de civilizaciones extintas. Las arquitecturas buscan todavía elevar sus torres sobre los árboles en el aire ceniciento del crepúsculo; la mayoría de ellas están deshabitadas y a duras penas resisten el acoso de los años. Como en una profecía apocalíptica, las maquetas de satélites, los pabellones dedicados a exaltar la tecnología, y los prolijos sistemas de climatización son ahora pasto del moho y de las malas hierbas. Éste es el monumento a un pasado que Sevilla nunca tuvo: ningunas otras ruinas como las de la Expo 92 nos permiten aprender qué quisimos ser los sevillanos antes de estrellarnos contra la verdad. Los restos balbucean palabras de una urbe cosmopolita, culta, exótica, valiente con los retos del porvenir, un modelo que se miraba en otras ciudades del mundo. El Ayuntamiento quiere homenajear ahora, a diez años vista, el espejismo que nos ayudó a creernos mejores: tiene una larga labor de limpieza por delante.

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