Iglesia y despido
Uno de mis temores, no el mayor, ciertamente, es que me tachen de anticlerical. Claro que a mis años, y sin inmortalidad en la tierra que me aguarde, todo está ya puesto en sordina, lo que es a la vez suerte y desgracia. No se trata de la serenidad que presuntamente da el tiempo, el distanciamiento de una cosa a medida que te acercas a otra; duele lo que está por venir y sigue doliendo lo que estás dejando atrás; pero amaina la tempestuosa descortesía de antaño. No pierden aristas las cosas, pero sí las personas y las instituciones objeto de nuestra inquina. Perdonar, sin embargo, no se perdona por más que se quiera. Uno puede creer piadosamente lo contrario, pero incluso esa creencia es producto de su historia social. Ni siquiera las grandes conversiones traen consigo una abolición total del pasado. Ningún ser humano es una entidad abstracta y meramente racional, como quisieron los liberales de ayer y como todavía quieren los de hoy. En esto hay que darle la razón a reaccionarios de postín como Karl Popper. Claro que a esta conclusión también llegó Karl Marx, aunque para y por distintos caminos.
De niño y preadolescente me hicieron rezar tanto en el colegio religioso que ya desde el inicio quedé vacunado antes de la herida; pues si algo me torturaba más que el hambre era el más allá y no comprendía por qué había que echarle más leña a un fuego que ya cosechaba sin tregua su propia leña. ¿Por los tibios? Con tanta machaconería dejaban de serlo y no precisamente en beneficio de lo que se pretendía. Acababan hasta el gorro. Mucho más dañina era la amenaza obsesiva de las llamas eternas. Temí tanto a un Dios en el que hubiera deseado creer ciegamente, que mi historia me ha llevado a querer que no exista y muerto el perro se acabó la rabia.
A pesar de mis rémoras personales, he podido llegar a comprender que la Iglesia todavía puede ser útil en su dimensión social. Pero sin ir más lejos, aquí en España nos da pocas razones para ponernos a su lado. Hemos seguido el caso de la profesora de religión Resurección Galera, que no es único, del colegio público almeriense Ferrer Guardia. Colegio público, o sea, pagado con el dinero de todos. Este insignificante dato, sin embargo, se lo pasó por el forro el obispo que vetó a la profesora, después de siete años en el cargo.
Según la versión del obispo de Málaga Antonio Dorado, que salió en defensa de su colega de Almería, la función de los profesores de la materia, 'no consiste en dar clases de religión, sino que tiene que ser la religión católica, lo que supone no sólo la enseñanza, sino un testimonio de esa vida'. Diablos, nunca mejor dicho. Resulta que, según el prelado, o sea, según el código eclesiástico, doña Resurección es una adúltera porque está casada por lo civil con un divorciado. Como la jerarquía eclesiástica, que yo sepa, no ha desmentido esta versión, la doy por correcta, por muy inverosímil que me parezca. Si me equivoco, entonaré el mea culpa con alegría.
Si esta mujer es una adúltera y está, hoy por hoy, condenada a la privación eterna de Dios (que en algo así han venido a parar las llamas del infierno) ¿por qué la Iglesia no le aplica el mismo castigo a todo el Gobierno en masa y lo extiende al Gobierno anterior y a todos los partidos políticos? Motivos múltiples hay para la condena, pero no quiero meterme en terrenos resbaladizos, como el económico, sino que me contentaré con aludir a lo que la Iglesia llama 'impureza'. Las televisiones públicas, los mismos gobiernos, nos lanzan un constante bombardeo más o menos explícito de incitaciones al desorden sexual. (Se incurre incluso en la grosería de contar chistes de tono subido y del gusto más chabacano). De esta ridiculización directa e indirecta de la pureza se deriva que la sociedad ni siquiera pare mientes en si una pareja está casada por lo civil y en si uno de los miembros (o los dos) es divorciado. Pero la Iglesia condena a esa pareja y no rompe relaciones con el Gobierno de turno. Es como condenar al consumidor de un porro, pero no al traficante, por no hablar ya de los autores de la cultura de la droga, que hasta ahí no alcanza el poder eclesiástico. (Por si a algún lector le caben dudas, yo estoy muy lejos de condenar un matrimonio civil entre divorciados, aunque sí me disgustan y me repugnan estética y moralmente ciertos programas de las cadenas públicas). Pobre doña Resurección que, a lo que he leído, es una persona intachable, querida por alumnos, colegas y padres y muy capaz en el desempeño de la profesión. Pero dicen que doctores tiene la Iglesia, de los que me callo los nombres para no ofender su modestia.
Escribió el profesor Manuel Martínez Sospedra en estas páginas (Profesores de Religion, 11 de septiembre de 2001) que 'si uno es musulmán, católico o anglicano, tiene derecho a que se le dé una formación religiosa del mismo signo y eso exige que el profesorado sea seleccionado por las autoridades confesionales...'. Disiento cortesmente. Tecnocracia y Estado mínimo todo en uno. El ministro de Sanidad tendría que ser médico, el del Ejército, militar; y así con multitud de altos cargos. Corporativismo, tecnocracia y Estado nominal. ¿Acaso el Ministerio de Educación no puede consultar a un surtido variopinto de teólogos religiosos y laicos, de obispos, etcétera? Digo variopinto porque en la Iglesia, y sin salirse de la ortodoxia, también hay tendencias, familias, sensibilidades. El criterio final no alcanzaría la unanimidad en la comunidad religiosa, pero tampoco la alcanza ahora, sino que hay divergencias toleradas y tolerables. A la postre, cuestión de matiz.
Es el Estado -sí, aun siendo laico- quien debe nombrar, pagar y establecer las condiciones laborales de todos aquéllos que perciben un salario directamente salido de los impuestos de la ciudadanía. Así, el profesor de religión de una institución pública, no debe tener más patrono que el Estado, sea o no funcionario. (Por mí, que lo sea). La angustia de la renovación o no renovación del contrato, del modo de vida a llevar... La tensión tradicional entre instituciones no debe en modo alguno incidir tanto sobre el individuo. Veremos qué nos dice Piqué a su vuelta de Roma.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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