_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Civilización

Comprendo a quienes sostienen que la culpa del infierno terrorista la tiene Estados Unidos por su actitud prepotente y proisraelí. Creo que piensan eso porque, traumatizados como todos estamos por un horror tan monumental que va más allá de lo inteligible, intentan buscar una causa, una razón, para poder asimilar lo sucedido. Y para ello dicen: somos malos. Bueno, concretamente lo que dicen es que los malos son Bush y nuestros dirigentes, en quienes delegan toda responsabilidad. Pero en el fondo, emocional y subliminalmente, esto significa: los occidentales somos malos. Y es verdad que lo somos, y no sólo por la envenenada cuestión palestina, sino también por las infinitas desigualdades y los 5.000 millones de miserables del planeta. De modo que argumentan: somos malos y éste es el castigo por nuestros pecados; y, si nos enmendamos, no volverá a pasar. Este razonamiento es una respuesta bíblica y antiquísima frente al horror sin límites. Los humanos siempre han reaccionado igual ante el apocalipsis: es la necesidad de buscarle un sentido a la negrura. Pero lo atroz es que el terrorismo no tiene sentido, y esto deberíamos saberlo bien los españoles, por el ejemplo, de ETA. Aunque no existiera el problema palestino, los Bin Laden seguirían reventando torres. La injusticia del mundo sólo es un factor de riesgo y no la causa de los atentados, de la misma manera que el frío es un factor de riesgo para contraer la gripe, que está causada por un virus. Y así, en el nuevo megaterrorismo hay otros ingredientes: el ansia de poder, el fanatismo, el miedo a la propia libertad y la de los demás... Porque es verdad que se trata de un conflicto entre la civilización y la barbarie. Entre el sistema democrático (al que también pertenecen varios países musulmanes) y los tiranos. Una democracia que, por otra parte, es clamorosamente injusta, hipócrita e imperfecta. Pero fuera de ella todo es mucho peor, una pura pesadilla de talibanes. Esta frágil, ínfima y a menudo infame democracia es el mayor logro de los humanos, una pequeña pelotita de libertad que hemos ido amasando, como escarabajos, durante milenios, con infinito dolor y supremo esfuerzo. Es un acuerdo de mínimos que aspira a lo máximo. Es todo lo que tenemos, y hay que defenderlo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_