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Tribuna
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Muerte o renovación en la educación secundaria

Eugenio Nasarre

Chesterton, que fue el maestro de las paradojas, describió la educación institucionalizada que había recibido con estas palabras: 'Consistía en ser instruido por alguien que yo no conocía acerca de algo que no quería saber'. 'Por ello', continuaba, 'personalmente me sentía feliz siendo el último de la clase'. (Claro es que su última afirmación no es del todo cierta. Su expediente académico es brillante en las materias que le interesaban).

Chesterton centra perfectamente lo que constituye el problema principal de una enseñanza secundaria que se ha convertido en obligatoria y universal hasta la edad de los 16 años. El mismo autor inglés nos daría su respuesta paradójica, desde luego: la clave del éxito de una educación obligatoria es convertirla en... voluntaria.

Por ello, el debate que no podemos eludir consiste en plantearnos cómo es posible configurar y organizar un modelo de educación secundaria, obligatoria hasta los 16 años, que sea socialmente satisfactoria, esto es, que cumpla tres finalidades fundamentales: contribuir eficazmente a democratizar y elevar el nivel cultural del país, preparar adecuadamente a las nuevas generaciones a la 'sociedad del conocimiento' y promover una real igualdad de oportunidades en el seno de una sociedad abierta y dinámica.

Con la coincidencia de la crisis de identidad que padece nuestra educación secundaria -y que, con perspectivas diferentes, nadie niega-, debo decir que establecer una ordenación y organización de esta etapa educativa con capacidad para la consecución de los tres fines enunciados me parece un objetivo alcanzable y, al mismo tiempo, prioritario. Pero el éxito del empeño requiere adoptar con determinación un conjunto de estrategias de gran calado y algunas reformas del modelo plasmado en nuestra legislación.

El primer error, que debemos evitar, es convertir la educación secundaria en una mera prolongación de la educación primaria, que acabe cumpliendo solamente la función de lograr una 'alfabetización funcional' de la sociedad española, adaptada a las exigencias de la 'sociedad de la información'. Es éste el planteamiento que domina en muchas de las junior high schools del mundo anglosajón, con resultados empobrecedores, que están sometidos a fuertes críticas y serias revisiones.

El proceso formativo es, por esencia, ascendente. Tras adquirir los conocimientos y capacidades instrumentales básicos en la educación primaria, el alumno cursa la educación secundaria en un periodo vital para su maduración personal: la preadolescencia, la adolescencia e inicio de su juventud. Pensar que en ese periodo se puede diseñar la organización de unas enseñanzas, sin tener en cuenta como dato fundamental que en el educando se van despertando diferentes intereses, aptitudes y vocaciones, es, sencillamente, un craso error.

Tenemos que evitar una educación secundaria que provoque un triple fenómeno patológico: la rebaja de sus objetivos para que todos puedan alcanzarlos, en aras de una equivocada igualdad; el abandono escolar, que se manifiesta en diversas formas de absentismo; el excesivo número de 'fracaso escolar', que es la antesala de marginaciones sociales.

¿Podemos proponernos caminos nuevos para resolver estos problemas? Yo creo que sí, y que eso es lo que precisamente buena parte de la sociedad española y del mundo educativo nos demandan.

En mi opinión, la educación secundaria renovada se ha de hacer con tres orientaciones básicas: mayor flexibilidad, fortalecimiento de los centros docentes y reforzamiento del papel del profesor en su tarea de educador.

La flexibilidad reclama que las enseñanzas de la educación secundaria se puedan diversificar de otro modo y antes que con el actual sistema. Así resultará más adaptada a la diversidad de intereses y motivaciones del alumnado y estará en mejores condiciones de evitar el fracaso escolar. Flexibilidad que nunca debe conducir a establecer caminos cerrados, sin retornos, porque ello chocaría frontalmente con el modelo de 'formación permanente'.

La potenciación de un clima escolar favorable al estudio, al aprendizaje, al esfuerzo que todo proceso de adquisición de conocimientos y de interiorización racional de valores comporta, es una tarea que hay que abordar con determinación. Proponer metas que impliquen esfuerzo es la base de una educación que valga la pena. Y para ello hay que dotar a los centros de todos los recursos normativos, además de los humanos y materiales, para poder cumplir sus fines. La diversidad del alumnado, consecuencia de una sociedad cada vez más compleja, obliga a la búsqueda de modelos organizativos más eficientes. Creer que ahora basta el mismo modelo de centro para cualquier entorno es una actitud, basada en una inercia uniformista, que hay que desterrar. Potenciar la función directiva y hacerla más responsable es el paso que hay que abordar.

In fine, es preciso que la sociedad comprenda y valore lo que consiste la entraña de la relación profesor-alumno. La actual crisis de la identidad de la educación secundaria es la crisis de su profesorado. No consiste ésta sólo en un problema de adaptación a las nuevas realidades, a los nuevos tiempos. Es algo más. El profesor necesita el aprecio social de su función, necesita que se le reconozca su auctoritas, que se tiene que ganar, desde luego. Y necesita, para ello, unas normas que le faciliten la indispensable tarea de hacer transitar al discípulo por esa senda ascendente.

Algunos de estos objetivos, que sucintamente acabo de exponer, reclaman un marco legal diferente al vigente. Son los que deberá abordar la futura Ley de calidad, que tendrá que debatir la sociedad española en los próximos meses.

Recuperar la identidad de una educación secundaria potente, con perfiles propios, con la misión de abrir las mentes, en unos años clave para la formación de las personas, al mundo de los distintos saberes y de transmitir el legado más valioso de la civilización en lo que a ideas, valores y conocimientos se refiere, me parece que es la tarea que ahora nos apremia. En ello nos va, ni más ni menos, el rumbo que tome el sistema educativo en su conjunto. Éstos son, a mi juicio, los términos del verdadero debate sobre el futuro de la educación secundaria. O la potenciamos, o dejamos que se vaya muriendo.

Eugenio Nasarre es diputado del PP y presidente de la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados.

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