Una semana después
Estados Unidos es también el país en que se pueden secuestrar cuatro aviones al mismo tiempo sin que nadie se entere, estrellarlos sin remedio contra varios edificios y destrozar el Pentágono sin que seguridad se lo huela
El horror, sí.
Que el terrorismo es cobarde (aunque hace falta valor) y terrorista es algo que no precisa de mayores precisiones, pese a que el más mortífero y espectacular ataque contra Estados Unidos desde el inicio de la segunda guerra mundial quizás requiere de algunas otras observaciones, menores sin duda en comparación con los problemas de nuestra civilización occidental, a la que todo el despliegue informativo ha señalado como primer objetivo de una ofensiva infame que ha liquidado en cosa de minutos la postal turística de la línea del cielo de Nueva York y arruinado la certidumbre de invulnerabilidad. Ese ataque, a lo que se ve más selectivo que indiscriminado, en lo que respecta a la importancia que cualquier cultura reserva a sus emblemas, se dirige contra todos nosotros, pero no hay que olvidar que tanto sus mentores como sus ejecutantes actuaron persuadidos -sin duda de manera errónea- de que ese horror jugaría también a favor de alguien.
New York no es lo que era.
Sólo desde una posición que oscila entre la beatería por los lugares emblemáticos de reciente construcción y la admiración extemporánea hacia los grandes templos budistas de la tradición orientalista se puede insistir, como han hecho durante estos días y casi a tiempo completo casi todas las cadenas televisivas de nuestro entorno, en el desastre simbólico que supone el desplome casi instantáneo de las neoyorkinas Torres Gemelas. Nada es ya lo que era, ni lo será nunca jamás. Ni la selva brasileña ni las poblaciones de Sabra y Chatila, ni la urdimbre familiar y afectiva de muchas regiones de Centroamérica con sus millares de muertos de hambre, etc. Si se trata de contabilizar el derrumbe nada simbólico de entornos más vitales que emblemáticos, la lista de damnificados sería interminable. Habría que asumir que, en efecto, el mundo no es lo que era, y que la proliferación de desesperados es susceptible de activar respuestas inesperadas entre el sector de la población occidental que fía buena parte de su vida a disponer de una jubilación confortable.
La revolución sería televisada.
El impacto mediático del brutal ataque contra Estados Unidos basta para desmentir el candor teórico de Guy Débord y demás derivas situacionistas, incluyendo a Jean Baudrillard o a Vicente Verdú, en el sentido de que la banalidad intrínseca del medio televisivo sería incapaz de retransmitir acontecimientos decisivos para la humanidad. Nada es susceptible de exceder los intereses de la exposición mediática, como ya se vio claramente en el caso de la destrucción de los pétreos Budas afganos por los talibán, tan poco propensos, por otra parte, a facilitar información sobre sus fechorías. A partir de cierto momento, quizás desde la llegada de los astronautas a la Luna, todo puede ser televisado en directo.
Vigilancia inteligente.
Casi todo el mundo sabía que una acción de este tipo estaba en el horizonte de las cosas, y hasta había sido anticipada por algunas novelas y varios guiones de cine. Lo que resulta impensable es que pasara inadvertido el secuestro más o menos simultáneo de cuatro aviones de pasajeros, en un limitado segmento del espacio aéreo norteamericano, que habrían de impactar contra sus objetivos casi una hora más tarde, y hasta parece delirante que uno de esos aviones impacte sin obstáculo alguno contra el Pentágono, que debería a la horizontalidad de su arquitectura su supervivencia. Más inquietante resulta la novedad radical que los terroristas han aportado al secuestro de aviones de pasajeros. Ya no se trata de huir de algún lugar, de tratar de alcanzar otro o de cualquier otra petición previa para restituir el aparato. Es de temer que el uso de estas naves comerciales a la manera de misiles tenga imitadores entre los más desesperados, que son muchos.
La televisión, de nuevo.
Como es lógico, Canal 9 no se destacó por su profesionalidad ni su saber hacer ante un acontecimiento de esta clase. Conectó tarde y mal y siempre como a remolque desganado. Antena 3 no perdió la oportunidad de sugerir una y otra vez la posible implicación palestina en el asunto, en un mísero alarde de intencionalidad nada informativa. Lo más desarmante de las primeras horas de la larga sesión televisiva fue la fijeza de los planos y la certidumbre de que se estaba cometiendo un asesinato masivo del que, paradójicamente, no podíamos vislumbrar ni a una sola de sus miles de víctimas. Una retransmisión en directo de la masacre, que nos ahorró en todo momento la decisiva visión de los cadáveres. Parece que esas buenas maneras se impusieron a raíz de las atroces imágenes de la guerra de Vietnam.New York no es lo que era.
Sólo desde una posición que oscila entre la beatería por los lugares emblemáticos de reciente construcción y la admiración extemporánea hacia los grandes templos budistas de la tradición orientalista se puede insistir, como han hecho durante estos días y casi a tiempo completo casi todas las cadenas televisivas de nuestro entorno, en el desastre simbólico que supone el desplome casi instantáneo de las neoyorkinas Torres Gemelas. Nada es ya lo que era, ni lo será nunca jamás. Ni la selva brasileña ni las poblaciones de Sabra y Chatila, ni la urdimbre familiar y afectiva de muchas regiones de Centroamérica con sus millares de muertos de hambre, etc. Si se trata de contabilizar el derrumbe nada simbólico de entornos más vitales que emblemáticos, la lista de damnificados sería interminable. Habría que asumir que, en efecto, el mundo no es lo que era, y que la proliferación de desesperados es susceptible de activar respuestas inesperadas entre el sector de la población occidental que fía buena parte de su vida a disponer de una jubilación confortable.La revolución sería televisada.
El impacto mediático del brutal ataque contra Estados Unidos basta para desmentir el candor teórico de Guy Débord y demás derivas situacionistas, incluyendo a Jean Baudrillard o a Vicente Verdú, en el sentido de que la banalidad intrínseca del medio televisivo sería incapaz de retransmitir acontecimientos decisivos para la humanidad. Nada es susceptible de exceder los intereses de la exposición mediática, como ya se vio claramente en el caso de la destrucción de los pétreos Budas afganos por los talibán, tan poco propensos, por otra parte, a facilitar información sobre sus fechorías. A partir de cierto momento, quizás desde la llegada de los astronautas a la Luna, todo puede ser televisado en directo.Vigilancia inteligente.
Casi todo el mundo sabía que una acción de este tipo estaba en el horizonte de las cosas, y hasta había sido anticipada por algunas novelas y varios guiones de cine. Lo que resulta impensable es que pasara inadvertido el secuestro más o menos simultáneo de cuatro aviones de pasajeros, en un limitado segmento del espacio aéreo norteamericano, que habrían de impactar contra sus objetivos casi una hora más tarde, y hasta parece delirante que uno de esos aviones impacte sin obstáculo alguno contra el Pentágono, que debería a la horizontalidad de su arquitectura su supervivencia. Más inquietante resulta la novedad radical que los terroristas han aportado al secuestro de aviones de pasajeros. Ya no se trata de huir de algún lugar, de tratar de alcanzar otro o de cualquier otra petición previa para restituir el aparato. Es de temer que el uso de estas naves comerciales a la manera de misiles tenga imitadores entre los más desesperados, que son muchos.
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