Morir matando
Lo que ocurrió el pasado martes en Nueva York y en Washington, lo que vimos por televisión sin dar crédito a los ojos, lo que aún hoy parece inverosímil, se explica sencillamente: cuando la vida resulta un infierno, morir matando a quien se culpa de ello es una opción, y en el mundo en que vivimos hay gente que la ha tomado. No son pocos. No están sólo en los campamentos de refugiados. No son sólo fanáticos ignorantes o débiles mentales. También son gentes con los estudios y las habilidades necesarias para pilotar un avión de pasajeros y con la determinación suficiente para hacerlo volar hasta el suicidio. Lo vimos el martes.
¿Qué les lleva a hacerlo? Cuando la vida sólo ofrece dolor y humillación, la desesperación empuja a la venganza y a la muerte. La miseria puede convertir la vida en un infierno. En Occidente lo sabemos, pero no lo tomamos en serio. La vida también puede volverse un infierno por otras causas que los occidentales hemos olvidado: vivir bajo ocupación militar, sufrir bombardeos de castigo, padecer humillaciones diarias, ver cómo desaparece lo que daba sentido a las cosas. Esas cosas empujan a la desesperación, que es otro nombre del infierno.
Para quienes hoy viven desesperados, la historia reciente viene siendo un enfrentamiento entre los occidentales poderosos y ricos, dispuestos a matar pero no a morir, y los pobres impotentes a quienes sólo cabe morir matando. Piensan que en Palestina, en Irak, en África y en otros sitios los poderosos llevamos años matando sin morir. Creen que el pasado martes, por una vez, los desesperados se tomaron la revancha al precio de morir matando. El martes también cambió nuestra visión del mundo en que vivimos. Descubrimos que los impotentes e ignorantes saben y pueden más de lo que nos habían dicho, y que quienes nos protegen saben y pueden menos de lo que pretenden.
Tras el martes hay que repensar cómo hacer el mundo más seguro. Algunos evocan Pearl Harbour y se han lanzado a hablar de guerra y de victoria. Ésta es una vieja retórica con ecos poderosos, pero efectividad nula. Guerra, ¿contra quién? Contra los terroristas, pero no sabemos quiénes son. Ha pasado el tiempo y seguimos sin saber quiénes fueron los autores del atentado de Dharan (Arabia Saudí) que mató a 19 soldados estadounidenses; tampoco sabemos quién voló en el puerto de Aden (Yemen) el destructor americano Cole. Guerra contra el terrorismo, ¿cómo?, ¿con tanques, misiles y aviones? No hay arma más inteligente y letal que un terrorista suicida. Frente al terrorismo, el instrumento más rentable es la inteligencia, pero ¿cuántos agentes tiene la CIA infiltrados entre los talibán comiendo mal y viviendo sin mujer? Alguien se preguntaba esto el otro día y la respuesta es obvia. Guerra, ¿para qué? ¿Para que cada uno viva y deje vivir o para que los occidentales digamos cómo debe vivir el resto del mundo? Un error en los objetivos, en los fines o en los medios, y resultará que habremos aumentado las filas de los dispuestos a morir matando.
Si quienes estamos más dispuestos a matar que a morir estamos enfrentados con quienes están dispuestos a morir matando, las variables sobre las que se puede actuar en este conflicto son dos: la capacidad de matar y la disposición a morir. Capacidad de matar sobra en nuestro lado y, como se comprobó el martes, tampoco falta en el otro. Y conviene tener presente que con menos esfuerzo hubieran podido hacer mucho más daño; por ejemplo, empleando un agente químico. Pero, además de la masacre, buscaban la imagen de su revancha, y la lograron. La clave no está en la capacidad de matar; está en la disposición a morir, o nosotros aumentamos la nuestra o logramos que ellos reduzcan la suya. El griterío de guerra apunta en la primera dirección, pero no creo que vaya a ir muy lejos. Occidente no va a lanzarse a un combate épico contra no se sabe muy bien quién, y, si se enfrenta con una denominación religiosa con mil millones de seguidores, cometerá un error espantoso.
La vía hacia nuestra seguridad consiste en reducir el número de otros dispuestos a morir. Lograrlo no requiere resolver previamente todos los conflictos y dramas del mundo. Lo que sí exige es recrear la esperanza de que las injusticias pueden llegar a repararse. Sólo el desesperado muere matando, el que tiene esperanza prefiere vivir luchando. El gran reto de Occidente no es matar a unos centenares de asesinos suicidas; si eso es todo lo que hacemos, aparecerán otros. El reto consiste en poner fin a las situaciones que hacen surgir miles de desesperados dispuestos a morir matando. Algo que en los últimos 10 años no hemos hecho. Quizá tras el 11 de septiembre de 2001 empecemos a hacerlo.
Carlos Alonso Zaldívar es diplomático.
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