La lucha final
Lo sabíamos hace tiempo -las malas películas catastrofistas de Hollywood lo habían anticipado con gran precisión de detalles- pero ahora, en las ruinas humeantes de las Torres Gemelas de Manhattan y del Pentágono de Washington, y los miles de cadáveres sepultados bajo los escombros causados por el peor atentado terrorista en la historia de la humanidad, tenemos la evidencia: el siglo XXI será el de la confrontación entre el terrorismo de los movimientos fanáticos (nacionalistas o religiosos) y las sociedades libres, así como el siglo veinte fue el de la guerra a muerte entre estas últimas y los totalitarismos fascista y comunista. La hecatombe ocurrida en Estados Unidos en la mañana del 11 de septiembre demuestra que, aunque pequeñas y dispersas, aquellas organizaciones extremistas partidarias de la acción directa y la violencia indiscriminada disponen de un extraordinario poder destructivo y pueden, antes de ser derrotadas, causar estragos vertiginosos a la civilización, acaso peores que los de las dos guerras mundiales.
Una operación tan perfectamente ejecutada, que implica el secuestro simultáneo de cuatro aviones de líneas comerciales para convertirlos en proyectiles y empotrar a tres de ellos en edificios del más alto simbolismo -el vértice del capitalismo y la espina dorsal del sistema defensivo estadounidense-, en el corazón del país más poderoso de la tierra, no sólo requiere voluntarios poseídos de un celo fanático y esa voluntad de inmolación que las iglesias celebran en sus mártires; también, una cuidadosa planificación intelectual, sistemas de información muy eficientes, un vasto entramado internacional y recursos económicos considerables. Los terroristas disponen de todo ello y, además, de Estados que les sirven de refugio, los subsidian y utilizan. Al igual que los grandes carteles de la droga, con los que muchas de ellas tienen estrechas relaciones, las organizaciones terroristas han sido de las primeras en sacar buen provecho de la globalización, extendiendo 'el dominio de la lucha' a escala planetaria. Ya nadie puede poner en duda que, así como ha sido posible volar las Torres Gemelas de Wall Street y el Pentágono, el día de mañana, o pasado, un comando suicida puede hacer estallar en la Quinta Avenida -o en Picadilly Circus, Postdamer Platz o los Campos Elíseos- un artefacto atómico de pequeño calado que cause un millón de muertos.
Esta precariedad de las poblaciones de las sociedades democráticas frente a la alta tecnología y operatividad alcanzadas por el terror es una realidad de nuestro tiempo que, por una muy explicable reacción psicológica defensiva, Occidente se ha negado hasta ahora a considerar, aunque algunas mentes lúcidas, como Jean François Revel, hayan venido alertándolo al respecto, y urgiéndolo a actuar desde hace buen número de años. ¿Es ello posible? ¿Hubiera podido ser evitada la tragedia del 11 de septiembre con mejores sistemas de control en los aeropuertos de Estados Unidos? La verdad es que, probablemente, no. Los secuestradores, según los primeros indicios, no disponían de armas de fuego, ni siquiera de navajas de metal que hubieran podido ser detectadas por las pantallas de la seguridad. Se valieron de cuchillitos de plástico y maquinillas de afeitar de inocente apariencia y de cubiertos y objetos contundentes que encontraron en los propios aviones. Todo lo habían previsto. Y, por supuesto, habían entrenado de manera impecable a sus pilotos kamikaze para reemplazar a la tripulación en los mandos, cortar las comunicaciones con las torres, y estrellar los aparatos, con rigor matemático, donde podían causar más daño. Es muy difícil, acaso imposible, que una sociedad abierta, no dispuesta a sacrificar la libertad y la legalidad de sus ciudadanos y a convertirse en un Estado policial en aras de la seguridad, esté en condiciones de vacunarse contra todo tipo de acciones terroristas.
Pero ello no significa que deba cruzarse de brazos, en espera del próximo Apocalipsis de formato reducido que decida desatar en sus ciudades el multimillonario saudí Osama bin Laden, o cualquiera de sus congéneres partidarios de la guerra santa e indiscriminada contra su Satán preferido. Por el contrario, las organizaciones terroristas son bastante conocidas y perfectamente vulnerables, así como los gobiernos que las protegen y administran. Hay una guerra declarada, no a Estados Unidos, sino al conjunto de sociedades democráticas y libres del mundo, y no hacerle frente, con inteligencia y resolución, es correr el riesgo de un desplome de la civilización en nuevas orgías de salvajismo como la que acaba de ensañarse contra el pueblo norteamericano.
Si los gobiernos de las sociedades democráticas coordinan sus acciones y su información, e internacionalizan la justicia, pueden asestar certeros golpes a las organizaciones terroristas, desbaratando su infraestructura bélica, sus fuentes de suministro, y llevando a sus dirigentes ante los tribunales. Lo ocurrido en la ex Yugoslavia es un indicio de lo que debería ser una práctica permanente, para limpiar a la comunidad humana de futuros Milosevic. Los Estados que fomentan el terror y se sirven de él tienen tanta responsabilidad en los crímenes colectivos como los comandos que los ejecutan y deberían ser objeto de represalias por parte de la comunidad democrática. La represalia más eficaz es, por supuesto, la de reemplazar a esas dictaduras despóticas y sanguinarias -la de los talibán en Afganistán, la de un Sadam Hussein en Irak, la de Gaddafi en Libia y tres o cuatro más sorprendidas en flagrantes complicidades con acciones de terror-, por gobiernos representativos, que respeten las leyes y las libertades, y actúen de acuerdo a unos mínimos coeficientes de responsabilidad y civilidad en la vida internacional. En este aspecto, las sociedades occidentales han actuado tradicionalmente con unos escrúpulos desmedidos, tolerando a dictadorzuelos corruptos y feroces, exportar sus métodos criminales al extranjero, en nombre de una soberanía que éstos violan sin el menor empacho para agredir a otras naciones y luego esgrimen como patente de impunidad.
No es verdad que haya sociedades -se menciona siempre a las islámicas como ejemplo-, constitutivamente ineptas para la democracia. Ése es un prejuicio absurdo, alimentado por el racismo, la xenofobia y los complejos de superioridad. Las culturas que no han conocido la libertad todavía (la mayor parte de las existentes, no lo olvidemos), es porque no han podido aún emanciparse de la servidumbre a que tiene en ellas sometida a la mayoría de la población una elite autoritaria, represora, de militares y clérigos parásitos y rapaces, con la que, por desgracia muy a menudo, los gobiernos occidentales han hecho pactos indignos porrazones estratégicas de corto alcance o por intereses económicos. En todas esas satrapías tercermundistas que son el mejor caldo de cultivo para el terrorismo existen partidos, movimientos y a veces cuerpos de combatientes que, en condiciones casi siempre muy difíciles, resisten el horror y representan una alternativa de cambio político para el país. Esas fuerzas de la resistencia democrática deberían recibir el respaldo militante de los países libres, en pertrechos militares, acciones diplomáticas y asesoría estratégica, dentro de una campaña concertada internacional para liquidar a esa hidra de mil cabezas en que se ha convertido hoy el terrorismo. Porque la única posibilidad de que, algún día, el mundo entero quede libre de esa amenaza que ahora pende sobre todas nuestras cabezas, es que hayan desaparecido en él todas las dictaduras y sido reemplazadas por gobiernos democráticos.
Imagino que esta última frase provocará algunas sonrisas, por su retintín utópico. ¿Un mundo sin dictaduras? ¡Qué fantasía! No es verdad. Si las mujeres afganas, que son la mayoría de la población de ese país, tuvieran ocasión de decidir su suerte, meto mis manos al fuego que no elegirían al gobierno que las expulsó de las escuelas, las profesiones y los empleos, les prohibió salir a la calle solas o visitar un médico, las convirtió en esclavas y las obligó a andar por la vida sepultadas, como robots sin pensamiento ni voluntad propios, bajo los siete kilos de ignominia que pesa una burka. Si todos los países democráticos se empeñaran en ello y actuaran en consecuencia, las dictaduras se reducirían de manera dramática y, aunque siempre escenario de esporádicos estallidos de violencia terrorista, el mundo sería infinitamente más seguro de lo que es ahora.
Pero es difícil que esa concertación se produzca, por desgracia. Una razón es que los gobernantes, con raras excepciones, padecen de la enfermedad del presentismo, y se resisten a las políticas de mediano y largo plazo como sería la de democratizar los cinco continentes. Y, otra, es que buen número de gobiernos occidentales, empezando por el francés naturalmente, se opondrían a esa acción concertada para no parecer enfeudados a Washington. Vivimos una época en la que la satanización de los Estados Unidos no es sólo patrimonio de los extremismos de izquierda y de derecha -comunistas y fascistas siempre odiaron, más que nada en el mundo, el capitalismo liberal que ese país representa-, sino una disposición del ánimo vastamente extendida en sectores incluso democráticos. Es un odio que se nutre de numerosas fuentes, desde los complejos de inferioridad, de quienes envidian la riqueza y la potencia de aquel país, y de superioridad, de quienes detestan la chabacanería y la informalidad de sus costumbres y se creen (por pertenecer a países más antiguos y de historia ilustre) superiores a los gringos, pasando por la progresía intelectual, esos profesionales de la buena conciencia y la corrección política, que ganan indulgencias ideológicas para sus acomodos, lanzando diatribas sistemáticas contra Estados Unidos, fuente, de creerles, de todos los males que padece el planeta. Ahora mismo, a muchos de ellos, en los farisaicos artículos que escriben en estos días deplorando la tragedia que ha golpeado al gigante norteamericano -¡no faltaría más!-, les supura entre las letras, como sucia afloración del subconsciente, un escalofrío satisfecho. Qué chillería indignada escucharía el mundo si se pusiera en marcha, encabezada por Estados Unidos, una movilización de todos los países democráticos para entablar aquella lucha final (que mentaba la fenecida Internacional) contra las dictaduras existentes.
© Mario Vargas Llosa, 2001. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2001.
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