_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Jungla de cristal

El martes pasado por la tarde me fui al cine. Escogí una de esas salas de la Gran Vía donde todavía anuncian las películas con enormes cartelones que cubren las fachadas como en Broadway. Allí proyectaban un filme de manufactura americana, se titulaba USA, ataque terrorista y supuse que trataría de sorprender al espectador con aparatosas secuencias de catástrofe y violencia. No le iba a resultar sencillo, pensé, porque los aficionados al cine somos ya difíciles de impresionar. Sería complicado superar con el mínimo de credibilidad indispensable para que el público no se levante de su butaca las tremendas escenas que protagonizara Bruce Willis en Jungla de cristal. Aquella trilogía parecía haber agotado la capacidad de sorpresa de los espectadores.

En la primera de la serie, el heroico agente estadounidense se enfrentaba a la ocupación de un gran edificio de Nueva York por parte de un grupo de piraos. Eran tipos duros y muy preparados, y de no ser por el arrojo y la intuición del amigo Bruce, los ocupantes de aquel rascacielos hubieran fenecido víctimas de la ambición y la locura humana. Son cosas de película.

En la segunda Jungla de cristal secuestraban un avión.Se trataba de un aparato grandote con el pasaje al completo y en el que casualmente viajaba la chica de Bruce. Todo resultaba exagerado y rocambolesco. Una situación que obligaba de nuevo al protagonista a poner su vida en juego hasta límites insospechados, y al espectador, a realizar un acto de fe para no sospechar que los guionistas le estaban vacilando.

En la tercera y última película, la exhibición de maldad y capacidad destructora alcanzaban ya niveles superlativos. Esta vez, el terror se cebaba en Manhattan. Un grupo armado movido por el odio a los estadounidenses y el interés económico atacaba el norte de la Gran Manzana colapsando el corazón financiero de Nueva York. El objetivo era el oro de la Reserva Federal junto a Wall Street y a unos cientos de metros de las Torres Gemelas.

Ni que decir tiene que sólo la sagacidad y el valor de Bruce libraban a los ciudadanos de Nueva York y a sus autoridades de las devastadoras consecuencias de tanta brutalidad y tanta inquina antiyanqui. A las tres menos cuarto de la tarde comenzaba la proyección. Como es práctica habitual en otras películas de acción, el director de USA, ataque terrorista había decidido impactar al espectador desde el primer fotograma de la cinta. Sin aparecer título de crédito alguno, un Boeing 767 de la American Airlines cruzaba en vuelo rasante el Sky Line de Manhattan directo hacia la torre norte del World Trade Center, el emblemático centro financiero de Nueva York. La imagen del impacto resultaba escalofriante: el aparato penetraba en la fachada abriendo un enorme boquete del que partía una columna de humo y fuego que envolvía las plantas superiores del edificio. No había superado la retina tan brutal visión cuando un segundo avión de pasajeros enfilaba la torre sur del complejo atravesando los pisos superiores como una saeta. El Apocalipsis estaba servido. Encogido en mi butaca, traté de imaginar a qué mente enferma podría habérsele ocurrido semejante suceso, y en ese pensamiento estaba cuando las gigantescas torres, orgullo de la arquitectura moderna, se desplomaban como un castillo de arena cubriendo de polvo, cenizas y humo el cielo de Manhattan. Estaba claro que al guionista, en su afán de epatar al espectador, se le había ido completamente la olla. No contento con lo expuesto en pantalla añadía otras escenas en las que un tercer avión se estrellaba contra el Pentágono, y un cuarto, a las afueras de Pittsburgh. Según el descabellado relato, un grupo terrorista había secuestrado simultáneamente los cuatro aparatos para llevar a cabo ataques suicidas que producían miles de muertos. El supuesto superaba con creces el catastrofismo mostrado en Estado de sitio, Mentiras arriesgadas o la mencionada Jungla de cristal en la que parecía haberse inspirado. Esta vez, sin embargo, el dolor resultaba más real, sólo había desolación y no se vislumbraba un final feliz. La película era tremendamente desagradable y nadie en el cine le encontraba sentido alguno al guión. Allí todos se preguntaban: ¿dónde está Bruce?

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_