Abandonar el Corán
En estos días de tanta palabra quizá inútil, de tanto intento de reflexión, ¿a quién le habré dicho que justamente ésa es nuestra grandeza: la palabra? Cogidos aún de la mano de ese hombre que se tira al vacío, quizá para morir de aire a plena luz y no en las sombras del humo, estamos tan llenos de emociones como faltos de algo con que frenarlas, con que explicarlas. Y por eso nos defendemos hablando, en un desesperado intento de entender lo que nos ha surgido del caos. Caos de amasijo de cemento y hierro, de voces rotas, de aviones que transportan la muerte a caballo de hombres y mujeres con sus sueños, sus amores, sus vidas destruidas. Caos de guión americano sin final feliz, sin ese Bruce Willis que salva a la humanidad al último minuto y cuya ausencia nos enfrenta a la única verdad: el desconcierto. Nuestro desconcierto, puede que nuestro miedo. Caos de miedo no esperado, no verbalizado, clavado en el subconsciente como si la infancia hubiera desaparecido de golpe y mamá no estuviera para encendernos la luz a media noche.
'¡Viva Voltaire!, me permito gritar en medio de estos dioses del caos que destruyen el cerebro de los niños y los convierten en adultos mortíferos, cual héroes del esperpento'
¿A qué enemigo nos enfrentamos? ¿Estamos seguros? ¿Está en peligro nuestra civilización? ¡Ay, nuestra civilización! Y mientras recomponemos los cristales rotos de nuestra seguridad, nos enchufamos a las ondas del mundo para hallar esa palabra tranquilizadora, esa explicación precisa, esa salida del túnel. Unos rezan, otros lloran, muchos mueven sus millones de brazos para burlar a la muerte con ese hilo de vida que, frágil, aguanta bajo los escombros, pero todos buscan palabras bajo el caos.
Elogio de la palabra. Pero no ya como una especie de metáfora del gusto de pensar, sino como uno de los valores claves que sostienen nuestra sociedad. Sobre ello intentaré reflexionar a pesar de estar segura de algo: las mías también son sólo palabras para autodefenderse del desconcierto.
Tengo para mí que el ataque contra América es un ataque directo, preciso y consciente contra la concepción democrática de la sociedad y que, tal como tituló este mismo periódico, ha sido un golpe directo a nuestra civilización. Con ello ni caigo en la ingenuidad de no recordar las responsabilidades americanas en política exterior ni olvido que la miseria del mundo sostiene la opulencia de unos pocos. Pero más allá de la reflexión crítica que nos hacemos en este mundo occidental tan contradictorio, creo que también ha llegado el momento de recordar algunos de sus valores.
¡Viva Voltaire!, me permito gritar en medio de estos dioses del caos que destruyen el cerebro de los niños y los convierten en adultos mortíferos, cual héroes del esperpento. Porque con mucho esfuerzo y con mucha lucha, esta sociedad nuestra cogió a sus dioses y a sus biblias, les sacó el polvo, los puso en el lugar de honor de su intimidad y nunca más permitió que rigieran las leyes comunes. La libertad individual, el libre mercado, el derecho a la discrepancia, la constitución de unos códigos políticos y legales que aglutinaran a todos más allá de las muchas heterodoxias, el respeto a la muerte y el valor de la vida, todo ello define nuestra civilización duramente conquistada. Pero ante el concepto de democracia, con todas sus debilidades, rige en el mundo otra cultura mundializada que basa en el pensamiento único, emanado de la divinidad, su fuerza tiránica.
No me refiero, como es lógico, a la fe de cada cual o a la musulmana en concreto. Que cada uno bregue como pueda con su necesidad de trascendencia. Me refiero a los dioses convertidos en el manual de la ley, a las teocracias que no sólo burlan sino hasta se burlan de la democracia. Me refiero a esas muchas dictaduras del mundo que, amparándose en el Corán, ni creen en la libertad individual, ni en los derechos que convierten al individuo en un ciudadano libre. Creo que puedo sostener una reflexión harto arriesgada: llegó la hora de pedirle a ese pensamiento global -y globalizado- que saque brillo al Corán, lo coloque en el lugar preciso del alma que cada cual quiera, pero lo arranque de una vez del derecho y la ley. Abandonen el Corán de los estados, como abandonamos la Biblia de los estados, y que cada cual reencuentre a su Dios en la intimidad de su fe. Los dioses de la ley son los dioses del caos.
Todo ello viene a cuento de la convicción de que el atentado contra esos símbolos de nuestra sociedad es un atentado contra los valores que tanto nos costó conseguir, un desprecio profundo a su sentido, como es también un profundo desprecio a la vida. Y si América, las Américas del mundo, tienen su responsabilidad en los errores internacionales, también habrá que empezar a pedir responsabilidades a las teocracias árabes que tan alegremente cultivan la cultura del miedo, la esclavitud y el desprecio a la libertad.
De la religión convertida en atontamiento de la gente, ¿tiene la culpa América? Y del fanatismo convertido en un arma de muerte y desolación, ¿nada tienen que decir esas Arabias, esos emiratos, esos Irán y Pakistán, esos Sudán de esos mundos de Dios? Ya no hablo de la connivencia con el terrorismo que muchos de ellos han tenido y tienen. Hablo directamente de la cultura de la vida, de la cultura de la libertad.
Democracia versus teocracia. Porque en nombre de un dios han matado y se han matado los jinetes de la locura. Y en nombre de ese dios rezan ahora sus víctimas. La Biblia, el Corán, la Torá, lecturas para el alma. Pero es sólo Voltaire quien puede garantizarnos que esos dioses del alma no se conviertan en monstruos del caos. La ley por encima de la fe: ahí está aquello contra lo que han atentado.
Pilar Rahola es escritora y periodista. pilarrahola@hotmail.com
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