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Hipocresía y cinismo en Durban

Precedido por tan insistentes presagios de fracaso, el trabajadísimo desenlace de la Conferencia de las Naciones Unidas contra el Racismo recién celebrada en Suráfrica da pie al observador distante para pensar que, después de todo, se han salvado los muebles, o las apariencias, y que finalmente el foro mundial ha añadido algún nuevo sillar a la construcción de una conciencia universal que sea incompatible con el racismo, pero también con las otras formas de intolerancia, de xenofobia y de discriminación (sexual, religiosa, de casta...).

Tal vez sea así, pero este juicio eventualmente benévolo y optimista no debería impedirnos certificar, al mismo tiempo, que en Durban se ha oficiado durante ocho días un colosal aquelarre de hipocresía y cinismo, un vasto kermés de beatería por parte de unos, de desvergüenza por parte de otros que, si no supone novedad alguna en el terreno de la diplomacia internacional, resulta en cambio muy poco edificante a la hora de hacer creíbles y creídos los bellos principios que inspiraban la propia conferencia.

¿Qué crédito antirracista merece el déspota zimbabuense Robert Mugabe, cuyo vicepresidente, Joseph Msika, dijo que 'los blancos no son seres humanos'? ¿Se imaginan las reacciones si un mandatario europeo hubiese afirmado algo semejante de los negros?

Sí, estoy pensando -aunque no sólo- en el tema del Próximo Oriente. No porque Israel sea intocable, sino porque lo que se pretendió en Durban no fue criticar, o reprobar, o condenar la política del gobierno Sharon, o de los gobiernos Barak y Sharon, o de todos los gobiernos israelíes desde 1967; lo que se intentó fue criminalizar y deslegitimar al Estado de Israel desde su origen, la ideología sionista en su conjunto y, casi, al judaísmo in toto, minando de paso lo poquísimo que subsistía del espíritu de Oslo, es decir, el reconocimiento mutuo entre las dos partes. Por añadidura, y lejos de ser impolutas democracias del tipo de Suecia, Luxemburgo o Nueva Zelanda, quienes ejercieron de fiscales de ese intento de juicio sumarísimo eran regímenes como el marroquí de Mohamed VI -con el expolio saharaui a cuestas-, como la Argelia de Buteflika -con sus 100.000 harkis masacrados en 1962 y otros tantos cadáveres a cuenta de la tenebrosa guerra civil en curso- o como la Siria de la dinastía el Assad, tan escrupulosa ella con los derechos humanos... Cuando, en las últimas horas de la conferencia, la delegación de Damasco presionó para imponer un texto genérico donde se leía que 'la ocupación extranjera es fuente, causa y forma de racismo', ¿estarían los diplomáticos sirios aludiendo al Líbano?

Pero no quisiera, centrando mi comentario en el enfrentamiento israelo-palestino, incurrir en el mismo desvío que los debates de Durban. Tampoco hace falta, porque el tratamiento dado al otro tema estrella de la reunión -la esclavitud- careció de parecidas dosis de manipulación y demagogía. Primero, no he logrado entender por qué, puestos a cultivar el anacronismo histórico, la obvia condena retrospectiva del esclavismo debía centrarse de los siglos XVI al XIX y no remontarse al siglo I de nuestra era o a las civilizaciones mesopotámicas. Segundo, ha sido digna de ver la sutileza con que los más enérgicos voceros de la negritud agraviada han esquivado denunciar la milenaria práctica esclavista del islam norteafricano sobre las poblaciones subsaharianas de piel oscura o el decisivo papel de los comerciantes árabes de esclavos como proveedores del ébano humano que los europeos exportaban luego a América. Tercero, algunos de los dirigentes africanos enrolados en la demanda de reparaciones morales y/o materiales están tan desnudos de legitimidad en materia de derechos humanos, que oírles denunciar las violaciones del pasado resulta casi grotesco.

En efecto, ¿qué crédito antirracista puede merecer el déspota zimbabuense Robert Mugabe, bajo cuya férula han sido asesinados 35 opositores -blancos y negros- en el último año y medio, cuyo vicepresidente, Joseph Msika, tiene dicho (véase EL PAÍS del 21 de agosto de 2001) que 'los blancos no son seres humanos'? ¿Se imaginan las reacciones si un mandatario europeo hubiese afirmado algo semejante de los negros? Mugabe, que lleva una década ocultando y protegiendo de la extradición al fugitivo Mengistu Haile Mariam, el negus rojo, el sangriento dictador etíope que, entre 1974 y 1991, dispuso decenas de miles de asesinatos políticos con un derroche de crueldad y salvajismo en comparación con los cuales Augusto Pinochet es un benefactor de la humanidad. ¿Y Mugabe posee autoridad moral para exigir excusas y reparaciones por la esclavitud?

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En términos más generales, ¿cómo no sospechar que el ruidoso debate en torno al esclavismo ha sido para muchos dirigentes africanos una cortina de humo bajo la que ocultar su responsabilidad en las interminables guerras de Angola, del Congo, de Liberia, de Sierra Leona, etcétera? Es fácil -y parcialmente cierto- imputar la prolongación de esos conflictos a las grandes potencias y a los traficantes de materias primas, pero en España sabemos bien que una guerra civil estalla y se perpetúa sobre todo por factores internos, por la voluntad de los nacionales de matarse entre sí.

Claro que todo lo escrito hasta aquí se inscribe en una lógica tal vez ya caducada. La resaca del Pearl Harbor terrorista del martes -cuyo gestor no va a ser un gran Roosevelt, sino un pequeño Bush- puede alterar tan profundamente la agenda diplomática del planeta, puede militarizar hasta tal punto el nuevo desorden mundial, que incluso los más nobles propósitos y preocupaciones expresados en Durban la semana pasada parezcan ridículas zarandajas, trivialidades o bizantinismos de esa efímera belle époque que discurrió entre 1989 y 2001.

Joan B. Culla es historiador.

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