Un martes bajo el terror
Los neoyorquinos vuelven su atención a las necesidades básicas como conseguir agua y alimentos
Martes por la mañana. EL PAÍS me ha pedido una crónica de la situación en Nueva York. La gran diferencia entre nuestras vidas aquí y la realidad de la televisión que es absorbida minuto a minuto por el resto del mundo está en que las necesidades inmediatas de la gente de la ciudad son prioritarias para nosotros. Así pues, tenía que decidir entre escribir o arriesgarme a quedarme sin agua y sin comida. Decidí intentar hacer ambas cosas. El sistema normal de suministro de la ciudad se había detenido. Bajé las escaleras, la gente se arremolinaba en las calles caminando hacia el norte desde el centro de la ciudad. Los neoyorquinos no utilizan los coches de la misma forma que los europeos para ir de un sitio a otro; los vehículos que seguían en servicio iban parando por el camino para acercar a la gente a los sitios, como ya había sucedido durante los grandes apagones que padeció la ciudad.
Se daba información acerca de qué hospitales y en qué estaciones se estaba recibiendo sangre para transfusiones. Por todas partes había gente con bolsas llenas de alimentos y artículos diversos. Fui al supermercado de enfrente; llegué demasiado tarde para la leche, demasiado tarde para la carne. Cargué en un carro tantos litros de agua como pude encontrar y todo tipo de alimentos congelados que generalmente no uso, lo que hubiera: paquetes de spaghetti, de albóndigas. Me las apañé para conseguir uno de los últimos zumos, algo de fruta y unos quesos de aspecto extraño. Entonces, el dependiente me dijo que hoy solamente aceptaban metálico. El mundo de la tarjeta de crédito se había derrumbado de repente. Yo nunca llevo mucho efectivo, así que corrí hacia el banco más próximo y conseguí sacar algún dinero; de pronto me di cuenta de que también tenía que hacer provisión de eso. Cuando volví al supermercado estaban vacías casi todas las estanterías y había grupos de gente que intentaba llegar andando a su casa; algunos, que evidentemente habían estado en la zona del centro, tenían aún las caras manchadas. Parece como si toda la ciudad se hubiera apuntado a un desfile interminable en el que cargaban en silencio con bolsas de agua y de comida. Las iglesias, mezquitas y sinagogas están haciendo horas extras, ofreciendo comida, agua y cobijo. Por toda la ciudad han brotado puestos en los que se ofrece agua y limonada gratis. Más llamadas telefónicas de gente que vive fuera de Nueva York. Que si estoy bien. Hay una inundación de mensajes electrónicos de gente que no es de Nueva York ofreciendo sus casas a todos los neoyorquinos. La mayoría de los habitantes de Manhattan no piensan en abandonar la ciudad, cosa que, por ahora, es prácticamente imposible, sino en superar el día. Recibo otra llamada, esta vez de Josep Cuní, para que haga una breve crónica para la radio de Cataluña. Lo intento, pero mi problema es que había olvidado comprobar cuál era la provisión que teníamos en casa de papel higiénico, de jabón y de medicinas de emergencia, y en realidad eso es lo que más me preocupa. Nueva York se ha convertido en una zona de guerra en la que todo el mundo camina hacia algún sitio y hay bolsas de caos y muerte (las autoridades han evitado cuidadosamente hasta el momento dar cifras de víctimas mortales, limitándose a hablar de miles, pero aquí en Nueva York contenemos el aliento sabiendo que las cifras finales van a ser catastróficas). Más llamadas de teléfono. Una de mis amigas del sur me cuenta que el mejor amigo de su hijo trabaja en Merrill Lynch en el World Trade Center. No pueden localizarle; Merrill Lynch se limita a decir que ha evacuado todas sus oficinas. Que si sé algo. Le digo que no sé nada, pero le doy el número de teléfono de un corredor de bolsa de Merrill Lynch que conozco que trabaja en una oficina fuera del centro. Mi amiga localiza a su mujer en casa; ella le dice que lo único que sabe es que su marido, como el resto de Nueva York, se dirige andando hacia casa.
De pronto recuerdo que el miércoles por la mañana, mañana por la mañana, que ahora parece estar a una eternidad, yo tenía que ir con Larry Rivers a una revisión médica rutinaria en Mount Sinai. Le llamo por teléfono a Southampton; me dice que sus teléfonos no funcionan, que no puede hacer llamadas. Evidentemente la cita queda cancelada. No sólo porque él no puede ir a Nueva York, sino porque los hospitales tienen otros asuntos que atender más importantes que las revisiones de rutina. Comentamos si debo intentar cancelar la cita o si las llamadas al hospital que no sean imprescindibles supondrán una molestia. Mientras tanto, el ruido de las sirenas y el rugido de los aviones que sobrevuelan se hace más fuerte.
Lo siguiente en mi agenda es intentar descubrir qué conocidos míos podrían estar atascados en Manhattan y necesitar un lugar para quedarse. Localizo a una amiga en Greenwich Village, que me dijo que su teléfono, como el de Larry, no funcionaba para las llamadas salientes. Me cuenta que bajó a la calle a eso de las nueve de la mañana y que vio a toda aquella gente inmóvil, sin emitir un solo sonido, todos mirando fijamente hacia el sur. Había una enorme nube de humo negro, y, mientras ella estaba allí de pie, de pronto el World Trade Center desapareció. Dijo que todo el mundo estaba atónito. Nadie se movía, nadie hacía ruido. Dijo que algunos tenían lágrimas en los ojos, esa clase de llanto silencioso que va hacia dentro, y no se oía el más mínimo sonido. No podía hablar mucho tiempo porque estaba esperando que su marido se volviera a comunicar con ella. Él da clases cerca del puente de Queens y estaba buscando un motel para él y sus alumnos. Otro amigo que había estado en los alrededores del puente dijo que la inmensa ola humana que caminaba en silencio por el puente parecía salida de una escena de una película de Spielberg.
Aquí en Nueva York estamos aturdidos, no sabemos más que el resto del mundo de lo que está pasando. Lo que nos separa del resto del mundo no son nuestros puertos y aeropuertos, sino que nuestra atención se centra sólo en lo inmediato, en las cosas básicas para terminar este día. Aún es martes por la tarde.
Martes por la tarde. Algunos teléfonos han vuelto a funcionar, otros no. La ciudad no se ha dejado dominar por el pánico, no ha habido incidentes de pillaje, algunas líneas de metro y de autobús han vuelto a funcionar. Ahora sabemos por qué el alcalde Giuliani estaba tan pálido y dijo tan poco en la primera entrevista para televisión. Él y sus ayudantes habían quedado atrapados por los escombros que caían de un edificio cercano en Barclay Street. Fueron arrastrándose por el subterráneo del edificio en que se encontraban hasta llegar al sótano de otro edificio colindante y salieron en otra calle. La rabia se está volviendo contra el FBI. ¿Cómo había podido producirse un ataque estrechamente coordinado que involucraba a cinco aeropuertos distintos? Pero la rabia por el momento es imprecisa, porque nadie se hace aún una idea exacta de la procedencia de este ataque terrorista. La gente contiene la respiración ante las cifras de víctimas. Acaba de telefonearme un amigo mío que no había sido capaz de localizar a su hija en toda la mañana (una periodista de la CBS en el lugar de los hechos). Me dijo que ella le había hecho llegar un mensaje: está bien, pero demasiado liada para hablar con él. Y así están las cosas.
Barbara Probst Solomon es escritora y periodista norteamericana.
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