Soledad
La mañana del domingo se levanta fresca como para salir a la calle y las calles vacías piden un paseo por el parque. A pocos metros de la entrada, bajo un templete, trajina una figura de hombre que creo un inmigrante. Pasan la noche en esos bancos, pienso; lo malo será cuando llegue el invierno. ¿Es un o son varios? Siguiendo los impulsos de la curiosidad vuelvo mis pasos hacia atrás y le veo sacar de la fuente próxima unos pantalones y una camisa que tiende sobre un macizo verde tras el que descubro plásticos, papeles y basura.
- Debería usted utilizar las papeleras.
El inmigrante vuelve hacia mí su cara sin expresión y, comprendiendo que no entiende, sigo adelante camino del café que encuentro cerrado. Quizá no abran hoy. En los veladores un lector de prensa y, conmigo, dos. No se oyen coches ni motos ni voces ni apenas pájaros y la sombra huele a humedad. Me voy cambiando de mesa a medida que el sol va acaparando el espacio con su amarillo; pero, con movimiento incluido, no deja de ser un buen rato. Hasta que en la letra impresa aparecen varías tonterías seguidas, de esas que dice Muñoz Molina que se difunden y nos tragamos con tanta facilidad porque el cerebro es mal conductor de la inteligencia; entonces cierro los periódicos y miro atrás: el inmigrante se marcha del parque con su ropa seca.
La fresca brisa se ha desvanecido y los árboles apenas sofocan el ardor aunque lo haga transparente; no hay refugio para el calor que exprime de afuera adentro ni para la soledad que exprime de adentro afuera. Una tontería eso de la soledad: solos estamos siempre todos; pero, se razone lo que se razone, una invasión de sangre pesada comienza a circular por la venas sin permiso y termina por fruncir el regazo con la respiración apretada de vacíos y a pespuntear la piel de olvidos; una sensación que se me ocurre podría servir como fresco manantial de poesía. Es posible que el calor provoque una reacción de aislamiento espiritual y el aislamiento es verdaderamente bueno para escribir. En cualquier caso me voy en busca de mi butaca y el aire acondicionado. Un recuerdo para el inmigrante que estará pasando calor y, seguramente, tampoco será poeta.
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