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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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Vísperas de un otoño sin remedio

Los veranos de la infancia duraban todo el año en la memoria de un tiempo suspendido en la disponibilidad perpetua y hay que ser irremediablemente adulto para aceptar la vacación como un paréntesis estacional

Chicas con nombre

Conocí una vez a una chica que se hacía llamar Fisa cuando su nombre registrado era Felisa, otra que no responde más que a Carla llamándose María Pilar y aún otra, entre esa mar océana de la propensión electiva, que prefería atender por Sagrario, apelativo de mucho reclamo entre las tribus sectarias en las que se movía. Es notoria la discriminación por razón de sexo que se establece como si tal cosa en algo tan definitivo como la identidad primera. Si Encarna es ni más ni menos Encarnación, habría que elevar una queja razonable ante la persistencia de la costumbre a fin de que un apelativo semejante alcanzara también a los varones, por no mencionar nombres de tanto postín como Covadonga, Esmeralda o Dolores. El misterio de este hábito sin duda de origen bíblico es mayor si se considera que ningún bien nacido puede usurpar el nombre de Consuelo, tan bonito, tan estimulante, tan -al fin y al cabo- proveedor de esa calma que todo el mundo, incluso las más resueltas de sus portadoras, necesitan.

Móviles sin cobertura

Cualquier espectador de cine con más de diez años de antigüedad en el oficio albergará pocas dudas respecto de la importancia dramática de las cabinas telefónicas callejeras en un montón de películas de amor y espionaje. Hay escenas memorables cuya fuerza dramática gira en torno a la espera -o al timbrazo inoportuno- de la telefonía fija, mientras que todavía escasean las que pueden aspirar a ese rango en la telefonía móvil. Ya me dirán en qué quedaría el Crimen perfecto urdido por Hitchcock si la pobre Grace Kelly hubiera dispuesto de la movilidad del móvil para hurtarse a las argucias asesinas de Ray Milland. No se trata ya de la intensidad que pueda atribuirse a la espera de una llamada que habrá de ser definitiva en la trama, sino del añadido dramático que supone el recorrido hasta una cabina en noche de tormenta. Incluso el espléndido arranque de La hoguera de las vanidades se arruinaría sin la eficacia de ese recurso inquietante.

Sintaxis con palabras

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Uno de los aspectos más sorprendentes del último caso descubierto de carteristas gestionados es -a juzgar por la publicación de sus declaraciones ante el juzgado- la curiosa sintaxis de ese listillo de repostería ahora apesadumbrado que se llama Antonio Camacho. Se hace tal lío con las categorías más elementales del lenguaje hablado que preciso es atribuir su éxito, más que a su renqueante labia, a la proliferación de esa clase de ofertas que ningún despabilado puede rechazar. Se ha escrito que el escándalo tiene el tufo de la España de incienso y alcornoque, en una descripción que tal vez pasa por alto el hedor a calcetín usado que desprendía tanto la presencia como la gestión de Luis Roldán al frente del noble cuerpo de la Guardia Civil. Hay cosas que no tienen remedio. La pobre labia de ese tal Camacho es casi idéntica -quién lo habría dicho- a la de Bill Gates, aunque menos anglosajona. En las piscifactorías de la zona de Cánovas abundan los alevines que afilan también sus dentelladas a expensas de la gramática.

Pacientes sin sanidad

Enfermar de cualquier cosa en esta comunidad de las bienales del arte y sus correlativos parques temáticos puede ser un muy feo asunto, tanto si el remedio se procura en la red de asistencia pública como en la fatal concertación de la privada. No me refiero a los pacientes que mueren enchufados al artefacto que debería aliviarlos, sino al más cotidiano y no menos temible desastre asistencial. El otro día, en La Fe, una niña aquejada de diarrea persistente ingresa en urgencias, se la destina a una sala de posibles infecciosos, interviene un doctor de digestivo que, con toda razón, hace notar que se trata de una cierta irregularidad, ya que la niña no habría sido atendida en su servicio hasta tres o cuatro meses más tarde y las excepciones deben ser excluidas del protocolo. Los padres comprenden, se excusan por la intromisión indeliberada, rumian qué habría pasado con su pequeña de haber seguido el siniestro conducto de la lista de espera. El trato del amable personal hospitalario fue impecable, aunque los padres, ya en casa, comentan que nadie eligiría a Serafín Castellano como médico de familia y, menos aún, como especialista.

Paisaje configuras

Lo peor del regreso de vacaciones no es encontrarse más o menos con lo mismo, sino comprobar que eso mismo adquiere de una vez por todas cierta disposición a una tediosa permanencia. No es ya el baño que gotea todavía o la persiana que persiste en renunciar a la función que la define. Son cosas más urbanas y, tal vez por el concurso de esa circunstancia indeseada, también más íntimas. No sólo las plazas y las calles, los bares de comer y la verdulería, siguen lo mismo. También sus frecuentadores, como si el otoño que se anuncia sin remedio añadiera a sus muchos prodigios una oscura propensión hacia lo inevitable. Saludar otra vez con inocencia cuando han ocurrido tantas cosas. Vaciar el verano de cualquier componente extraño, un tanto a la manera de un breve paréntesis en todo inexistente. Supongo que es la tarea mayor de los adultos.Móviles sin cobertura

Cualquier espectador de cine con más de diez años de antigüedad en el oficio albergará pocas dudas respecto de la importancia dramática de las cabinas telefónicas callejeras en un montón de películas de amor y espionaje. Hay escenas memorables cuya fuerza dramática gira en torno a la espera -o al timbrazo inoportuno- de la telefonía fija, mientras que todavía escasean las que pueden aspirar a ese rango en la telefonía móvil. Ya me dirán en qué quedaría el Crimen perfecto urdido por Hitchcock si la pobre Grace Kelly hubiera dispuesto de la movilidad del móvil para hurtarse a las argucias asesinas de Ray Milland. No se trata ya de la intensidad que pueda atribuirse a la espera de una llamada que habrá de ser definitiva en la trama, sino del añadido dramático que supone el recorrido hasta una cabina en noche de tormenta. Incluso el espléndido arranque de La hoguera de las vanidades se arruinaría sin la eficacia de ese recurso inquietante.Sintaxis con palabras

Uno de los aspectos más sorprendentes del último caso descubierto de carteristas gestionados es -a juzgar por la publicación de sus declaraciones ante el juzgado- la curiosa sintaxis de ese listillo de repostería ahora apesadumbrado que se llama Antonio Camacho. Se hace tal lío con las categorías más elementales del lenguaje hablado que preciso es atribuir su éxito, más que a su renqueante labia, a la proliferación de esa clase de ofertas que ningún despabilado puede rechazar. Se ha escrito que el escándalo tiene el tufo de la España de incienso y alcornoque, en una descripción que tal vez pasa por alto el hedor a calcetín usado que desprendía tanto la presencia como la gestión de Luis Roldán al frente del noble cuerpo de la Guardia Civil. Hay cosas que no tienen remedio. La pobre labia de ese tal Camacho es casi idéntica -quién lo habría dicho- a la de Bill Gates, aunque menos anglosajona. En las piscifactorías de la zona de Cánovas abundan los alevines que afilan también sus dentelladas a expensas de la gramática.Pacientes sin sanidad

Enfermar de cualquier cosa en esta comunidad de las bienales del arte y sus correlativos parques temáticos puede ser un muy feo asunto, tanto si el remedio se procura en la red de asistencia pública como en la fatal concertación de la privada. No me refiero a los pacientes que mueren enchufados al artefacto que debería aliviarlos, sino al más cotidiano y no menos temible desastre asistencial. El otro día, en La Fe, una niña aquejada de diarrea persistente ingresa en urgencias, se la destina a una sala de posibles infecciosos, interviene un doctor de digestivo que, con toda razón, hace notar que se trata de una cierta irregularidad, ya que la niña no habría sido atendida en su servicio hasta tres o cuatro meses más tarde y las excepciones deben ser excluidas del protocolo. Los padres comprenden, se excusan por la intromisión indeliberada, rumian qué habría pasado con su pequeña de haber seguido el siniestro conducto de la lista de espera. El trato del amable personal hospitalario fue impecable, aunque los padres, ya en casa, comentan que nadie eligiría a Serafín Castellano como médico de familia y, menos aún, como especialista.

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