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Columna
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Legalización ya

La prohibición de ciertas actividades no ha impedido nunca que éstas hayan seguido realizándose. La ley seca o la que impide fumar ciertas plantas son ejemplos de este fracaso, a los que hay que añadir hoy el intento de acabar con la inmigración por el mismo procedimiento. Este verano, recién aprobada la Ley de Extranjería, la congestión de pateras ha estado a punto de colapsar el Mar de Alborán. Casi todos los días ha habido desembarcos y naufragios; y a este paso pronto habrá colisiones y la Guardia Civil tendrá que vigilar al mismo tiempo la frontera y la fluidez del tráfico. Ya hay quien prefiere viajar, aunque sea muerto, en la bodega de un carguero antes que arriesgarse a quedar retenido en alta mar. No faltará quien diga que no es que Aznar haya fracasado al confundir la inmigración con la marihuana, sino que nuestra Ley de Extranjería es una de las más benévolas del mundo y sigue invitando a entrar como sea. Fíjense en Australia, dirán; allí el gobierno ha dicho que no entra ni Dios, y han sido otros países más débiles quienes se han comido los 433 refugiados del buque noruego Tampa.

Las prohibiciones sin embargo rara vez solucionan los problemas. Como partidario de la legalización de todos los árboles y arbustos y de todas las actividades humanas que no entrañen un perjuicio indeseado a segundos o terceros, quisiera hacer una modesta proposición a Chaves, mi presidente más directo, que ha pedido que la inmigración sea un asunto prioritario durante la presidencia española de la UE, ya que durante la anterior presidencia española desgraciadamente no pudo ser. Que él juzgue si mi propuesta merece ser trasladada al Presidente de la Nación o al Secretario General de su partido.

Ante la avalancha de seres humanos dispuestos a jugarse la vida por un trabajo miserable, la actitud más humanitaria consiste en legalizar cuanto antes la esclavitud. Hasta la fecha su prohibición no la ha hecho desaparecer. Todo lo contrario; las leyes que la restringen han fomentado su práctica sin control y han favorecido la aparición de mafias. Legalizándola, y liberalizando a continuación el mercado, desaparecería inmediatamente el tráfico de pateras y las organizaciones criminales que lo controlan. Con una esclavitud regulada serían empresas privadas, debidamente autorizadas, quienes trasladarían los cargamentos. Y lo harían en condiciones dignas. Estas empresas respetarían por su propio beneficio económico normas mínimas de seguridad y sanidad, ya que un macho lesionado, una hembra ahogada en el Estrecho o una pareja asfixiada en la bodega de un barco son mercancías averiadas que difícilmente pueden colocarse en el mercado.

Y lo más importante: la legalización de la esclavitud obraría milagrosamente, convirtiendo en partidarios de la inmigración a todos los que hoy se oponen a ella. Ante la posibilidad de adquirir a muy buen precio un macho -para el cuidado del jardín, por ejemplo, y para las chapuzas- y dos hembras -una para los niños y otra para la limpieza de la casa-, quienes hoy aseguran que en España no cabemos todos mañana moverían el culo para hacer un hueco a los recién llegados.

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