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Columna
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Las manos del taxidermista

He vuelto a la iglesia, una vez más, para asistir a un funeral. Y mientras observo la nave gótica, la mente, en imparable proceso diarreico, divaga. La voz del clérigo que oficia la misa es grave y poderosa. Simula con profesionalidad su papel de intermediario entre el antiguo Dios, que hoy desenpolvamos, y la dolida concurrencia. La iglesia está abarrotada. No podemos casi movernos. Los ancianos ocupan la parte central, en la que pueden sentarse y arrodillarse cómodamente. Los de edades medias ocupamos el fondo y los laterales. No hay niños o jóvenes. Apenas los nietos del difunto. Mientras el sacerdote habla sobre la nueva vida que el difunto acaba de inaugurar, yo pienso en el curioso usufructo de la muerte que permite a las iglesias seguir abarrotadas, a pesar de las críticas que llueven sobre los curas y los obispos. Estas últimas semanas, por ejemplo, llueven chuzos en punta sobre los obispos por partida doble. Un importante coro periodístico clama, con argumentos resudados, contra la conferencia episcopal por el bochornoso despido de dos profesoras de religión. La razonable protesta contra el pacto entre el Estado y la Iglesia deriva en burlas de añejo sabor anticlerical. No menos anticlerical es el pitorreo que ha provocado el descubrimiento de que algunos entes religiosos participaron del fenomenal gatuperio de Gescartera. Bueno. Pues a pesar de todas estas burlas y protestas, el grueso de la sociedad contemporánea, cuando aparece la muerte, regresa a los templos y escucha los sermones.

No sabemos qué hacer con la muerte. De mil maneras distintas pretendemos haber conjurado los principales fantasmas: el dolor, el tedio, el futuro, la historia pasada. Nada escapa a nuestra curiosidad, excepto la muerte. En nuestra época se ha producido esta formidable paradoja: aumenta de manera espléndida la expectativa de vida de la población humana y, en paralelo, aumenta fabulosamente el pánico a la muerte. La hipocondría se ha convertido en la vivencia más común. La comodidad europea que nos ha tocado en suerte produce una sorprendente inseguridad. Hoy nos da miedo el agua del grifo, ayer el aire acondicionado, anteayer los filetes. La muerte horroriza, aunque, en un rizo nuevamente paradójico, nos encanta contemplarla en las películas. La hemos convertido en una mentira narrativa. En ficción. Convertida en cuento, expulsada de nuestras casas y después de pasar por las enguantadas manos de sanitarios y funerarios, acaba siendo administrada por los clérigos.

Los familiares de los muertos, en general, a la hora de la verdad, siguen considerando a los curas (tan vapuleados estos días) como los últimos taxistas de la esperanza. No importa si el modelo que esos taxistas usan está herrumbroso, a punto para el desguace. Ciertamente: la creencia en la vida espiritual tendría que parecer muy anacrónica en pleno apoteosis del consumo. Pero no es menos contemporáneo el relativismo ideológico. Si todo es verdad y todo es mentira, ante la inevitable fatalidad de la muerte, qué más da: por probar que no quede.

Del brazo de la muerte, pues, incluso los frívolos y los no practicantes regresan al rebaño. Y puede que más de un anticlerical. Los amigos y parientes los acompañan. Los entierros, por otra parte, no son ceremonias improvisadas como las que se producen en los tanatorios laicos. El oficiante acoge al gentío con naturalidad, sin reproches ni equívocos, a sabiendas de que, en circunstancias habituales, el público que abarrota su iglesia le daría el esquinazo. Y el público le corresponde aceptando en silencio los ritos y lecturas. La muerte reune a los restos del naufragio de las creencias. Los dos ámbitos, civil y religioso, reconocen sus limitaciones. La Iglesia acepta su papel de autobús-escoba que recoge y entierra los cadáveres. Y la sociedad, escéptica y distante, reconoce que sólo los clérigos, con sus viejas palabras, consiguen despedir a los muertos con una lírica contrastada.

Sólo el bloque de las ancianas sigue al clérigo en sus cantos y rezos. La voz coral resultante es cansina, pero se expande por la nave gótica con admirable persistencia. Se produce un único momento de participación general. Cuando el cura dice: 'Daos la paz'. Al unísono, creyentes, agnósticos, ateos y anticlericales se remueven, buscan a sus vecinos y se dan un beso o un apretón de manos . Es un momento delicioso. Y curioso. A pesar de los pesares, el deseo de fraternidad sigue siendo un broche dorado. Es el mismo broche que, de la mano de la esforzada comunidad de san Egidio, ha clausurado unas bienintencionadas jornadas de Paz en Barcelona. Cuando los religiosos hablan de paz o de justicia los mismos que los parodiaban con sudadas burlas, los saludan con entusiasmo y les mandan flores. En la plaza de la catedral, sin embargo, los discursos pacifistas sonaban muy gastados. Las alegres asambleas con variadas y coloridas mitras no parecen estar en condiciones de contrarrestar el ominoso repliegue violento del planeta. En la plaza de la catedral se produjo uno de estos momentos agradables, consoladores, que algunas conciencias necesitan para no darse de golpes contra la pared. Pero la palabra 'paz' sonó tan gastada como las evaporadas apelaciones a la vida eterna que los clérigos repiten en los funerales. Nuestra época es de erosión. No sólo los obispos y los anticlericales resudan sus tópicos. El óxido nos infecta a todos. No importa el ánimo, el entusiasmo o el esfuerzo con que hablamos. Los chistes de los anticlericales, los dogmas de las jerarquías, las proclamas de los políticos, la enésima declaración de Paz o este artículo: es difícil evitar la sensación de que las palabras con voluntad de sentido han pasado demasiadas veces por las manos del taxidermista.

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