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58ª MOSTRA DE VENECIA | CINE

Más artificio que inteligencia en 'A. I.', de Spielberg

El filme pensado por Stanley Kubrick resulta muy interesante, pero disparatadamente irregular

La Inteligencia artificial que, inspirada en un relato de ficción científica de Brian Aldiss, trajo Steven Spielberg ayer aquí es aquel viejo y ya casi legendario proyecto del mismo título sincopado, A. I., que Stanley Kubrick tuvo entre manos y sobó durante más de dos décadas, sin que finalmente se decidiera o atreviera a filmarlo. Parece que algo le intimidaba en este relato y convocaba al perfeccionismo, derivado de su insalvable inseguridad, del cineasta neoyorquino, que no acababa nunca por decidirse a adoptar el punto de vista desde el que llevar a la pantalla la aventura de un tierno robot, un humanoide que reniega de su condición y quiere ser enteramente humano.

No es casual que Kubrick enviase en 1987 a Spielberg el cuento de Aldiss y convocase a su colega a un encuentro mutuo, en el que le dio a conocer un tratamiento cinematográfico del relato, una simple semilla o buceo de guión de no más de cinco folios, invitándole a desarrollar conjuntamente la idea, desplegarla hasta sus últimas consecuencias y luego dirigirla, reservándose Kubrick la tarea de productor.

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Esta arriesgada proposición no movilizó por dentro a Spielberg, que se mostró cauto y prometió estudiar el asunto. Probablemente así lo hizo, pero también es probable que no le atrajera en absoluto la idea de rodar una película a la sombra de un colega al que consideraba genial, y que no era precisamente un hombre de carácter confortable, sino bastante inhóspito, de mente fría, con tendencias megalómanas y proclive a las reacciones despóticas.

Spielberg, que aunque parece ingenuo y algo de su candor deja ver en su cine, no tiene un pelo de tonto, escurrió el bulto y, de vuelta a casa, se olvidó de A. I., hasta que Stanley Kubrick se fue hace algo más de un año de viaje sin vuelta y ya no podía meter las narices en una olla ajena. Pero, sin embargo, incluso después de muerto, Kubrick sigue entrometiéndose en el ajo de esta A. I. y Spielberg ha rodado la primera y la segunda parte del filme -no la tercera, que es puro cine suyo, y del peor, del sentimentalón, ternulista y blando a más no poder- bajo el peso del estilo geométrico que Kubrick dejó ver en Lolita para la primera parte y en La naranja mecánica para la segunda parte, evidencia a la que Spielberg prefiere no aludir.

Melodramón futurista

El resultado es un filme muy interesante, pero completamente, casi disparatadamente, irregular, que empieza por todo lo alto, quizá en lo más solvente y grave que ha hecho Spielberg desde El infierno sobre ruedas y Tiburón -que siguen siendo sus más vivos y poderosos trabajos- y se mantiene digno en la segunda parte del filme, pero que desemboca en un soporífero y aparatoso melodramón futurista en la tercera y última parte. En ésta, en el largo desenlace, Spielberg roza las hoquedades de la peor sensiblería, que siempre acecha a algún rincón de la obra del célebre cineasta. Es incluso comparable a los epílogos, esas dos tartas reaccionarias y lloronas, que cierran las magníficas La lista de Schindler y Salvar al soldado Ryan. Sólo el muchacho actor Haley Joel Osment, que es maravilloso, un prodigioso niño superdotado, sostiene con la hondura de su talento el petulante y endeble tinglado cósmico-maternal, cursi donde los haya, the end.

Concursó el brasileño Walter Salles, que hace unos años deslumbró con su primera y primorosa película, Estación Central de Brasil, a medio mundo tras triunfar en el Festival de Berlín. Trajo su irregular Abril despedazado, que tras el colosal triunfo de su primera película afrontaba el desafío de la comparación y del exceso de exigencia. Superó Salles la prueba con su filmación, brillante pero superficial, de una historia ruda y al tiempo lírica sobre la lucha a muerte entre dos familias campesinas en las secas planicies del sertao norteño de Brasil a mediados del siglo pasado. Es una película bella, pero preciosista, demasiado volcada hacia el lado plástico, hacia la estampita, lo que quita agilidad al flujo secuencial, que a veces se ahoga, como si Salles lo detuviera para autocontemplarse. Y el artificio, que es legítimo a condición de que no se vea, por desgracia se ve.

El siniestro trenzado argumental de Canícula, del austriaco Ulrich Seidel, es una invitación a irse del cine y no volver nunca a entrar en otro. Esta película disuasoria está sabiamente desplegada en forma de montaje paralelo sobre la vida cotidiana de la clase media de Viena, gente de orden, que hace una exhibición vomitiva de las abundantes razones que la burguesía austriaca está dando para ver en ella uno de los pozos negros de la Europa inquietante y perturbada que se avecina. Buen cine, pero repugnante, puede llevarse un premio.

El actor Haley Joel Osment, protagonista de Inteligencia artificial, en Venecia.
El actor Haley Joel Osment, protagonista de Inteligencia artificial, en Venecia.EPA

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