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LA HORMA DE MI SOMBRERO
Columna
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Retorno a La Rambla

Cuando era jovencito, y regresaba a Barcelona después de aquellos idílicos veraneos en la Costa Brava que se prolongaban hasta la Mercè, lo primero que hacía era ir a dar un garbeo por La Rambla. Sin ese garbeo por La Rambla, la sensación de haber regresado a mi ciudad no era del todo real.

Vivía, a la sazón, en la Bonanova, en un piso que daba a la misma plaza, junto a la iglesia. Al atardecer, bajaba, a pie, por la calle de Muntaner, camino de La Rambla. Me imaginaba que era Pepe le Moko que abandonaba la casbah para encontrarse con una mujer sensacional, misteriosa y sensacional (una mujer que identificaba más con la Hedy Lamarr de Argel que con la Mireille Balin del filme de Duvivier; del mismo modo que yo me veía más en la piel de Jean Gabin que en la de Charles Boyer). Huelga decir que nunca me encontré con ella. Mis encuentros no iban más allá de alguna que otra estudiante bretona o piamontesa de español a la que lograba camelarme en el Café del Liceo, o de alguna putilla indígena que me abordaba en la barra del Texas, del Kit-Kat o de algún otro tugurio de los alrededores de la plaza Reial, donde empezaba a escucharse jazz.

De La Rambla han desaparecido el pan inglés y el pernod, los gángsteres del Capitol, las librerías, el buzo...

De aquella Rambla de mi juventud recuerdo con especial devoción los sándwiches de jamón serrano con pan inglés -auténtico pan inglés- del Núria, la terracita del Glaciar, que daba a La Rambla -donde todavía servían pernod, con toda la parafernalia, o una pera (Picón de Cinzano)-; la Librería Francesa -donde aún se podía robar algún que otro ejemplar de La Pléiade-, y la librería Salas, donde me proveía de novelas policiacas; el cine Capitol, Can Pistoles, y, de manera especial, recuerdo el escaparate de un comercio situado en el número 12 de la Rambla de Santa Mónica: Gomas y Amiantos, del señor Garriga Escarpenter, en el que había pintado un buzo con una imponente escafandra. Desde niño, aquel buzo fue para mí uno de los personajes más fascinantes y queridos de mi ciudad, junto a la cabeza de aquel terrible moro barbudo que colgaba de una pared en el interior de la catedral, y el gigante del Pi, amén de algún que otro autómata del parque de atracciones del Tibidabo.

Desaparecieron el pan inglés y el pernod; desaparecieron las librerías de La Rambla -no hay ninguna, salvo la de la Generalitat-, los gángsteres del Capitol, mi querido buzo, y tantos otros seres, locales..., pero La Rambla sigue siendo La Rambla: el paseo, la calle más emblemática y bonita de Barcelona. Una de las calles más hermosas del mundo. Con sus quioscos -para mí de prensa extranjera-, con sus pájaros, con sus flores. Yo compro flores en Les Carolines, puros en Gimeno (un robusto de Bolivar o de Romeo y Julieta, cuando los hay), lotería en Valdés, melones en la Boqueria (antes, cuando la había, compraba carne de toro de lidia), almuerzo en el Amaya o en el Turia, me tomo un té o un chocolate suizo en Escribà, y un par de copas en Boadas. Yo he sido -tuve un buen maestro- ramblero, lo soy y espero seguir siéndolo. Aunque para seguir siéndolo, y a tenor de lo que vi a mi regreso de las vacaciones, además de mi devoción y de mi voluntad de ramblero o ramblista, mucho me temo que las autoridades ciudadanas y los empresarios y vecinos de La Rambla tendrán que esforzarse un poquito.

Así que, tal y como es mi costumbre, regresé de vacaciones y me fui a dar un garbeo por La Rambla con mi mujer. Eran las ocho de la tarde y no se podía pasear por La Rambla (porque La Rambla es, dicen, un paseo). No se podía pasear porque el paso estaba cortado por racimos de gentes detenidas contemplando y fotografiando a un tipo que bailaba un zapateado o las hazañas de uno de los innumerables tancredos que se han instalado en La Rambla. No sólo no se podía andar, y menos pasear, por La Rambla, sino que La Rambla olía mal. En media hora vimos a un tipo mearse en la esquina de Ferran y a un par de moros atracar a una señora en la esquina de Hospital. ¿Es ésta la calle más emblemática y bonita de Barcelona, una de las calles más hermosas del mundo?

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La Rambla se degrada, se pierde por momentos, y si los vecinos de la misma, con la ayuda de las autoridades, no hacen algo por impedirlo llegará un momento en que muchos barceloneses no volveremos a poner los pies en ella. Si La Rambla ha de acabar convirtiéndose en una calle de Lloret o de Salou en agosto, no veo por qué los barceloneses tenemos que añadirmos a la fiesta.

Para qué negarlo: ese imposible paseo por una Rambla guarra y peligrosa me ha puesto de muy mal humor. Y, encima, no más llegar, me encuentro con que el señor Caminal planta a los señores del Fòrum Internacional de les Cultures, al para mí siempre enigmático 2004. Entre nosotros, me importa un pimiento el tinglado de 2004, pero me saca de mis casillas que los señores Pujol y Clos se sientan dolidos por la deserción de Caminal. ¿Quién va a ser el guapo que se atreva a recomponer ese enigmático Fòrum de la paz y de las culturas después del vergonzoso espectáculo de la plaza de André Malraux, cuando un centenar de negros y moros sin papeles eran cercados, apaleados y detenidos después de haber sido desalojados de la plaza de Catalunya, corriendo por las calles de Barcelona, sin que la autoridad municipal, ni la Generalitat, ni la Delegación del Gobierno central hubiese previsto un lugar donde darles cobijo? ¿Quién será el guapo capaz de reorientar el tinglado de 2004 en una Cataluña políticamente a la expectativa y con el fantasma de Génova en la esquina?

Y mientras la gente se mea y roba en La Rambla, una Rambla en la que se hallan los dos palacios de la Cultura, la municipal y la del Gobierno autónomo: la Virreina y el Palau Marc. Mira por dónde.

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