Diario de Mohamed (2)
Qué curioso. La semana pasada, justo cuando empezaba a escribir este diario, se reunían en un rancho de Tejas representantes de Argelia y del Frente Polisario con un tal Baker, para hablar del problema de mi pueblo, los saharauis. Si yo fuera creyente a la manera en que lo son otros musulmanes, pensaría que Alá me estaba enviando una señal. Pero ése es un lujo que no puedo permitirme. He leído la noticia en la prensa. Mi padre andaluz (el único padre que en realidad he conocido y que tampoco va a su iglesia) me puso esta mañana el periódico junto al desayuno, abierto por esa página, como hace siempre que alguna noticia me concierne. En ese artículo, Mohamed VI se vanagloria diciendo: 'He solucionado la cuestión del Sáhara que nos envenenaba desde hace 25 años'. No es verdad. Se refiere a su plan, que parte de la soberanía marroquí sobre nuestro territorio y de una autonomía de cinco años para nosotros, a manera de prueba. Si todo lo que dice el rey de Marruecos en ese periódico francés es tan cierto como eso, me temo que el asunto de las pateras y el de los traficantes de jachís van para largo. ¿Por qué miente un rey?
Un cuarto Mohamed se ha unido estos días a mi particular colección. Pero éste es un ser imaginario, lo que no quiere decir que sea menos consistente que los otros. Por el contrario, quien así lo llama ve en él la representación de todos los musulmanes y se ha dirigido a él diciéndole: 'Mohamed, quiero que te mueras'. Lo ha escrito un niño israelí en una redacción, una especie de encuesta que le han hecho en su colegio de Tel-Aviv. Pero quizás no sean menos graves otras cosas, como cuando se burla de las pobres vestimentas de los niños palestinos, o cuando atribuye la lucha de este pueblo por su independencia a simples 'ganas de llamar la atención'. Son niños judíos empapados de odio hacia todos los niños árabes. Pero antes han sido empapados de otra cosa peor: la ignorancia. Lo que no deja de sorprenderme en un país tan rico. ¿Por qué no les dicen la verdad? En cambio, en nuestras humildes escuelas del desierto argelino, lo primero que nos enseñan es que, detrás del horizonte, que infinito parece, hay una multitud de pueblos. Pueblos con casas de verdad, con agua, a algunos incluso les sobra, y con derecho a un territorio y a un gobierno propios. También nos enseñan que todos los seres humanos somos iguales, y que la república es la mejor manera de compartirlo todo. Esto es algo que llama la atención incluso a mi familia andaluza. Ellos quieren que diga 'mi mochila', 'mi camisa', 'mi balón de fútbol'. Pero a mí me enseñaron, entre las piedras y las lonas de las tiendas, y en español por cierto, que tales cosas siempre son de todos. Y no me acostumbro. Tal vez ahora, cuando entre en el Instituto, no tenga más remedio que decir 'mi libro', 'mi chándal'.
El otro día fue la feria del pueblo. Mis amigos, mis amigas, se empeñaron en que bailara por sevillanas y bebiera 'tinto de verano'. Creo que lo segundo lo hice bastante mejor que lo primero. El caso es que ahora dicen que ya soy un verdadero andaluz. Pero esta época del año es muy mala para mí, porque veo a los otros niños saharauis, que vinieron a pasar sólo el verano, prepararse para volver, cargarse de regalos y descargarse de lágrimas. Es entonces cuando siento que el mundo se está descomponiendo y que no podré hacer nada para evitarlo. Pero no se lo digo a nadie.
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