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Columna
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Religión

El colegio en que yo estudié la EGB, tres siglas que deben de sonar ya remotas como un ictiosaurio, era uno de esos edificios en serie de ladrillo y teja que se pusieron de moda a principios de los setenta, y con los que un arquitecto admirador de las construcciones fabriles ofendió a la mayoría de los barrios populares de Sevilla: un híbrido de almacén, hospital y casa de hospicio, rodeado por una tapia con puntas de lanza donde, hasta bien entrados los ochenta, relumbró en hierro el nombre de un padre de la patria: Colegio Nacional Generalísimo Franco. A pesar de que yo terminé la básica en 1987, no puedo dejar de pensar en el tufo a Paracuellos del Jarama que reinaba en aquel fuerte; Don Antonio solía rematar las colillas de Celtas frente a la pizarra antes de premiarnos con un pedagógico guantazo si la división no era correcta, Doña Juana atajaba regla en ristre los parloteos de quien se resistía a callar después de que ella hubiera ordenado silencio.

Habían llegado la luz de la democracia, el derecho a la disensión, las libertades de conciencia y de culto, pero la clase de religión era forzosa para todo el mundo, y aprenderse la lista de los sacramentos equivalía en los boletines de calificaciones al dominio del catálogo de los ríos de Asia. Todos los días, hasta que tuve la edad de trece años, rezábamos el padrenuestro mañana y tarde delante del crucifijo que flanqueaba el retrato del rey, con el avemaría de postre. Muchas de esas cruces siguen vigilando las instalaciones de colegios públicos en toda Andalucía: recuerdo que un profesor mío de la facultad, comunista histórico, luchó contra la dirección de la escuela de su hijo por espacio de años para que extirparan esos símbolos de las aulas en respeto al laicismo de la educación; al final sucumbió, bajo la amenaza de un artículo adverso en el Abc y la deserción de su propia familia.

Hubo un tiempo en que Estado e Iglesia resultaban indisociables como Tom y Jerry, y en que el aprendizaje de la moral católica con toda su parafernalia de santos, preceptos y letanías se consideraba igual de imprescindible que el de la tabla periódica de los elementos. Hoy que el Vaticano tiene que competir con la astucia desleal del Islam, el budismo y la secta Moon, parece natural que vele con particular celo por la preservación de sus intereses: para ser profesor de religión católica no basta con extender el mensaje de Cristo, cumplir los sacramentos e ir a misa, sino que se deben respetar también escrupulosamente las condiciones del catecismo. La diócesis, que es una empresa como cualquiera, impone a sus empleados ciertas normas con los mismos argumentos con que otras empresas obligan a vestir corbata o a no utilizar los ordenadores de la oficina para fines privados.

Dicen que resulta injusto que una maestra de religión católica sea expulsada del puesto por casarse con un divorciado: pero lo que yo no entiendo es qué hace una persona de su talante difundiendo las ideas reaccionarias, añejas y feroces de una institución que aplasta a sus afiliados al menor atisbo de discrepancia con la dirección. Seguramente Resurrección Galera merezca un empleo mejor, y espero que este encontronazo con los amos a los que sirve le haya desencostrado las legañas que le impedían presentar su dimisión.

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