El paro como síntoma
No hacía falta esperar a conocer la tasa de paro registrado en agosto para constatar que también la economía española está acusando los efectos de la desaceleración económica mundial. Los 7.000 parados más que se han apuntado en el Inem elevan su registro de desempleados a 1.459.007 personas, el 8,63% de la población activa. Ha bastado que cambiaran un poco los vientos favorables que venían impulsando la economía española para que ésta empiece a gotear y manifieste una vulnerabilidad al menos equivalente a la del resto de la zona euro. Y lo peor es que hay razones para temer que esa sincronía con el resto de Europa reedite lo que ha ocurrido en otros momentos similares: un impacto más adverso en España de la debilidad económica general, especialmente en la evolución del mercado de trabajo. El único factor diferente frente a coyunturas anteriores de desaceleración es nuestra pertenencia a la unión monetaria europea, y por ello la disposición de una política monetaria amortiguadora de esa debilidad de la actividad. Paradójicamente ello es poco acorde con el otro desequilibrio macroeconómico español: una tasa de inflación significativamente superior a la de nuestros socios.
La reducción de tipos de interés del Banco Central Europeo de la pasada semana debería marcar el inicio de su adaptación al frenazo en el crecimiento de la zona euro y a la evidente convergencia de su IPC en torno a un 2%. Tardía adaptación que confiemos en que contribuya a frenar el descenso en la confianza de familias y empresas, especialmente en las economías con mayor peso específico como las de Alemania y Francia, muy sensibles a las dificultades externas. Por tercer mes consecutivo, en julio ha vuelto a crecer el paro en Francia en 39.600 personas, el peor dato registro desde 1995, situando esa tasa en el 8,9%, el máximo desde el pasado enero. Los datos en Alemania también son adversos, y la parálisis de su economía, más acentuada.
Lo peor, en todo caso, es la cada vez más extendida percepción de que se aleja el horizonte de recuperación. Aunque técnicamente la economía mundial no esté inmersa en una recesión, esa amenaza ya no es descartada por instituciones como el Fondo Monetario Internacional. En el último borrador de su informe de perspectivas, advierte de que las variaciones negativas en el crecimiento han llegado al sector real de la economía, al tiempo que verifica el estancamiento en los siete principales países del mundo. En realidad, la desaceleración es simultánea, aunque en magnitudes y perspectivas distintas, en los tres principales bloques económicos: EE UU, la UE y Japón. Aunque los problemas de cada una de esas economías sean distintos, lo cierto es que el relevo de los países del área euro en el liderazgo expansivo de la economía mundial no se está produciendo. El contagio estadounidense sobre la UE ha sido superior a lo que se preveía a principios de año, y la reacción del BCE ha sido manifiestamente tardía. Las reducciones de impuestos de algunos países actuarán sólo como anestesiantes de la caída en la confianza de los consumidores, a la que se añadirá en la mayoría de las economías de la eurozona la recuperación del poder de compra asociado a la esperada reducción de la inflación.
El impacto de todo ello sobre la economía española no se ha puesto de manifiesto todavía en toda su extensión. Antes de que sea demasiado tarde, el Gobierno debería considerar un cambio en su política de piloto automático que prácticamente ha seguido en los últimos años. La combinación de estancamiento e inflación -que parecía de otros tiempos- ha dejado de ser una amenaza lejana, pero no sabemos cuáles son los planes del Gobierno para hacer frente a la misma. Éste no debería esperar a la presentación del proyecto de Presupuestos Generales del Estado correspondientes a 2002 para adoptar decisiones consecuentes con el nuevo clima y la persistente resistencia de nuestra particular inflación. La evolución de la confianza de los agentes económicos y los índices estadísticos en los próximos meses lo agradecerían.
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