Viejo curso
Se ha dicho desde todas partes que empezamos el nuevo curso, y no es verdad. Éste no es un nuevo curso, sino el de siempre, el traumático de todos los años que coincide con el regreso de las vacaciones.
El nuevo viejo curso empezó ayer, pero los fantasmas del retorno estarán aún rondando algunas semanas; quizá menos. Depende de cómo se le presente al madrileño el futuro inmediato en el colegio, en la universidad, en el trabajo, en el seno de la familia.
La Operación Retorno terminó el domingo y empezó el viernes. El viernes, sin embargo, el retorno apenas se notaba en los accesos a Madrid, mientras los carriles de salida eran un hervidero de coches. Metido en la carretera de Burgos, un servidor, que iba a las cercanías (apenas 25 kilómetros) tardó en llegar una enormidad. Allí una circulación espesa para salir de Madrid, marcha lenta, continuas retenciones, atascos en las proximidades de Alcobendas.
'No vienen los madrileños, sino que se van', era la inmediata impresión. Mas si uno se fijaba (con el natural esfuerzo), gran cantidad de aquellos coches renqueantes y apelotonados tenían matrículas de diferentes pagos. Luego quienes regresaban ese viernes no eran tanto los madrileños como los de otras comunidades. Y además partían de Madrid.
Madrid, ciudad de veraneo; caso insólito. Madrid, ciudad de paso. Está claro que Madrid vale tanto para un roto como para un descosido.
Ahora, cada cual en su sitio -salvo la minoría que veranea en septiembre-, viene lo de cavilar, deprimirse, caer en el estrés.
Esto es un misterio. Los psicólogos, los psiquiatras, no digamos los conductores oficiales de la opinión, dan argumentos múltiples sobre la depresión y el estrés que, si bien se mira, no acaban de convencer. No está explicado por qué el ciudadano que se va de vacaciones pasa buena parte de ellas deprimido, normalmente abatido por los azares y las frustraciones que le merodea el subconsciente (y el consciente), y, cuando regresa y empieza el nuevo curso, está deprimido porque añora los que recuerda como felices días de la vacación.
Va a ser verdad que tira más del ser humano el lastre de su pasado que la esperanza de su futuro. Va a ser verdad esa descorazonadora definición -'valle de lágrimas'- que dio del mundo el texto sagrado. Va a ser verdad que el hombre, cuando más a fondo utiliza el potencial de su intelecto, es para tomar la realidad de sus frustraciones, empeorarlas y someterlas a sofisticadas truculencias que acaban hundiéndolo en la miseria.
Es cierto que el hombre es una víctima vocacional. Víctima de sí mismo y de sus semejantes. Hay en las colectividades una especie de canibalismo que se solaza aniquilando a los demás. Las relaciones humanas, peor aún las laborales, buscan siempre una víctima que complace y realiza al verdugo.
La crueldad y la estulticia, que conforman un perfecto maridaje, han creado para definir al hombre las figuras del ganador y el perdedor nato. Sería lógico, pues, que el colectivo humano recelara del ganador y se solidarizara con el perdedor nato, consolándolo en su desgracia y ayudándole en lo que fuese menester. Pero es al revés: la sociedad moderna, a quien apoya e incluso aclama y encumbra es al ganador, mientras desprecia al perdedor nato y hasta lo castiga y se regodea contemplando su ruina.
Lo paradójico es que perdedores natos, antes o después, alguna vez o siempre, somos todos. Y hemos de soportar la carga del fracaso enajenados en la soledad, sumidos en el oprobio. Otros, en tanto, se refocilan y cantan victoria. Pero ya les llegará su hora. La sabiduría popular, con evidente maldad, lo llama su San Martín.
Hay, no obstante, una fórmula infalible para ganar: dar a cada situación su trato debido; en vacaciones, holgar; al empezar el nuevo curso, levantar el ánimo. En fin, aprovechar los momentos buenos, restar importancia a los malos, contemplar con optimismo el futuro, mirar sólo la cara amable de la vida.
Por cierto, ¿cómo se hace eso?
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