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Columna
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El frustrado samaritano

Cuatrocientos hombres, mujeres y niños afganos bajaban en un barco de Indonesia a Australia huyendo de la represión y la persecución política cuando, en medio del mar, el barco en el que viajaban empezó a hundirse. Casualmente, bajaba también por aquella ruta una nave comandada por un sacerdote de la Iglesia del Universalismo y, al ver la precaria situación de los afganos, modificó su rumbo y se alejó varias millas. De igual modo, el barco propiedad de un renombrado levita experto en la condena y rechifla de todo tipo de localismo vio el naufragio y dio un rodeo para evitarlo. Pero un samaritano, capitán de un buque noruego, llegó junto al barco siniestrado cuando la situación de sus pasajeros era ya desesperada y al verlos tuvo compasión; y, acercándose, mandó a su tripulación que amuraran las naves para proceder al transbordo de los refugiados. Y acogiéndoles en su nave, a pesar de su gran número, sin tomar en consideración el trastorno que tal hecho supondría para su propio viaje, puso proa hacia el puerto más cercano con el fin de encontrar la ayuda necesaria.

Quiso la casualidad que el tal puerto llevara por nombre Navidad y esa coincidencia alegró el corazón de los náufragos, que creyeron asegurada la acogida tras tantas penalidades. No menos contento se mostró el capitán samaritano pues, aunque había obrado de corazón al socorrer a los afganos, la compañía naviera para la que trabajaba ya había empezado a enviarle mensajes de advertencia para que, cuanto antes, dejara a un lado el espíritu de la filantropía y asumiera de nuevo la lógica del comercio. Al fin y al cabo, decían en una de las misivas, no somos una ONG y cada día de retraso nos está costando un pico.

Cuando estaban a tan sólo unas horas de alcanzar el puerto envió el capitán un mensaje a las autoridades correspondientes anunciando su pronta arribada. Grande fue su desconcierto cuando, por toda respuesta, le fue negado el permiso a acercarse a las costas de Navidad. No somos una ONG, le dijeron desde tierra, y no tenemos ninguna obligación legal o ética para con quienes, no encontrándose en situación de peligro inminente, pretenden irrumpir en nuestro territorio. El samaritano noruego intentó hacerles comprender que si su situación no era desesperada se debía tan sólo a que él los había socorrido cuando otros pasaron de largo, que así y todo nadie podía pensar que cuatrocientas personas, mujeres y niños entre ellas, podían permanecer en un barco mucho más tiempo, y que a ver si pensaban que él iba a hacerse cargo de los refugiados.

Usted verá lo que hace, le dijeron; son su problema, no el nuestro. Y enviaron hombres armados para impedir por la fuerza su desembarco. La misma historia se repitió en todos aquellos puertos a los que se dirigieron buscando cobijo: Puerto Fraternidad y Puerto Democracia fueron sólo dos de ellos. Incluso se acercaron hasta Durban, donde se estaba celebrando una cumbre internacional contra el racismo, pero su drama no mereció la atención de los asistentes.

A estas alturas, el buen capitán empezaba a perder el sentido de la realidad. Sabiéndose obligado por las leyes y por un básico sentimiento de humanidad, había detenido su viaje para socorrer a unos pobres náufragos confiando en que su acción se vería respaldada por todas las instituciones. Pero ahora se encontraba en una situación tal que todos, autoridades portuarias, congresistas internacionales, empresarios marítimos, congregaciones de sacerdotes y asociaciones de levitas, le acusaban de haber provocado un problema. Así que el frustrado samaritano decidió embarcar a los refugiados en varios botes de salvamento, a modo de pateras, abandonándolos a su suerte en mitad del océano.

Desde entonces no ha vuelto a pisar el puente para no ver más náufragos y todas las noches piensa si no hubiese sido mejor haber obligado a las autoridades a hundir su barco en la bocana misma de Puerto Navidad. (Parábola intertextualizada a partir del Evangelio de San Lucas, capítulo 10, versículos 29 a 37).

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