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Sagrado silencio

La Sagrada Familia es más que un templo. Es también, entre otras cosas, un termómetro, levantado con desmesura en medio del Ensanche barcelonés, que mide la temperatura del entorno social y cultural en que se erige. El largo y casi completo silencio sobre la continuación de sus obras, que ha facilitado en estas últimas décadas el éxito de los hechos consumados, no es un mal símbolo de una sociedad a veces más satisfecha y distraída que dispuesta a la polémica.

El mes de enero de 1965 se publicó en el diario La Vanguardia una carta que cuestionaba la continuación de las obras de la Sagrada Familia, y que no podía pasar inadvertida porque la firmaba una parte notable de la inteligencia local y representantes destacados de la foránea. Aparecía encabezada, en efecto, por Antoni de Moragas, como decano del Colegio de Arquitectos, al que seguían el presidente del Fomento de las Artes Decorativas (FAD), el director de la Escuela de Arquitectura, directores de revistas de arquitectura -Pevsner, Zevi, Rogers y Gregotti-, arquitectos de prestigio -Le Corbusier, Quaroni, Portoghesi, Coderch, Rubió i Tudurí, Bonet, Bohigas, Correa, Bofill, Sostres y Fernández Alba-, artistas -Miró, Tàpies, Llorens Artigas, Ràfols Casamada y Hernàndez Pijoan (sin que faltara el escultor Subirachs)-, y otras personalidades de la cultura -Dorfles, Argan, Moholy-Nagy, Cirici, Cela, Badia Margarit, Espriu, Soldevila, Barral y Gil de Biedma.

La ausencia de oposición efectiva y seguida durante 36 años a la continuación de las obras de la Sagrada Familia ha sido decisiva y, al mismo tiempo, preocupante

Tres eran los argumentos básicos expuestos en esa carta: en las ciudades de hoy en día, un enorme templo monumental no tiene sentido, y lo que hace falta es construir múltiples parroquias siguiendo la lógica de la descentralización; no existe ya un sentimiento popular que pida la expiación de todo un pueblo, y menos a través de una obra tan costosa; no se puede acabar la obra de Gaudí, como no es posible acabar la de un escultor o un pintor, y menos aún si no existen planos originales. ¿Qué proponía la carta? Pues dos opciones: o bien convertir la explanada en un templo al aire libre, dejando la fachada y el ábside (los fragmentos existentes en aquel momento) a modo de monumental retablo; o bien continuar la construcción adaptando los principios gaudinistas a las técnicas y necesidades modernas.

Frente a los argumentos citados surgieron diversas clases de respuestas. Unas eran puramente reaccionarias. El inefable Fr. Crisóstomo de Lucena las representa con un artículo titulado Con la hoz y el martillo, el pico y el volquete, se pretende derribar el templo expiatorio de la Sagrada Familia, de Barcelona, seguido del no menos ponderado subtítulo: 'Con el traductor de Voltaire al catalán; con los comunistas italianos; con escritores (artistas y editores) alabados por el progresismo filosoviético; ¿qué sacerdotes y catalanes católicos propician el escarnio y la demolición?'. Otras eran réplicas razonadas, entre las que estaban opiniones como las de Tomás Salvador y Miguel Masriera. Pero lo que realmente contó entonces fue la respuesta consistente en movilizar a la ciudad para continuar las obras.

El domingo 4 de abril de 1965, en efecto, se realizó la ya habitual colecta para las obras del templo. Se trataba de acabar la fachada de la Pasión, comenzada en 1955, y los partidarios de proseguir las obras crearon un ambiente de fervor y entusiasmo populares muy superior al de ocasiones anteriores. Un total de 6.000 niños pedía por las calles. 80 mesas, presididas por las esposas de los representantes del poder y de una parte de la burguesía, quedaron eficazmente repartidas por la ciudad. Las asociaciones de vecinos multiplicaron los esfuerzos. Los centros catalanes de España y de América (con el 'Orfeón Catalán' de México al frente) enviaron sus generosos donativos. La pasión popular consiguió superar los tres millones de pesetas de recaudación: se había ganado la batalla en favor de la continuación de lo trabajos.

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El debate de 1965 fue ante todo religioso, y después arquitectónico, y la resolución de la cuestión llegó por la vía de la movilización popular. Ahora la situación es muy diferente. La discusión religiosa es casi nula, desviada, en todo caso, hacia la emocionada beatificación de Gaudí. La indiferencia sobre la continuación de las obras parece bastante grande. Las cuestaciones populares ya no invaden la ciudad: se realizan en el medio televisivo y tienen otros objetivos. De hecho, la situación real de la Sagrada Familia está marcada por la simbología urbana y la imagen de Barcelona. La 'Catedral de los pobres' de la obra del pintor Mir es ahora la Catedral de los turistas. De ellos se obtiene buena parte de los fondos para continuar la construcción del templo. La dimensión de la polémica ya no puede ser catalana: hoy, el que parece expiar como pueblo es el pueblo japonés.

Pero hoy, y esto resulta clave, la situación es también totalmente diferente desde el punto de vista del edificio. Como resultado del esfuerzo constructor más reciente, la Sagrada Familia ya no es susceptible de ser convertida en elemento escenográfico de un parque. Ahora el espacio cubierto es enorme y la obra está más cerca de un polideportivo inacabado que de una gran escultura al aire libre. Los hechos consumados hacen que parezca mejor acabar la construcción que dejarla como está: de hecho, ni los más optimistas opositores a la continuación de los trabajos creen factible una demolición de lo que ya se ha levantado.

La ausencia de oposición efectiva y continuada durante estos 36 años ha sido, por tanto, decisiva y, al mismo tiempo, preocupante. La Sagrada Familia se ha convertido, en plena democracia, en un símbolo de lo que no puede suceder en cuestiones, menos sagradas pero más importantes, en las que la falta de debate y de participación ha ido llevando también a los hechos consumados. ¿Es el territorio catalán, por ejemplo, un Sagrado Territorio que algunos se han empeñado en acabar, convirtiéndolo, por la vía de lo irreversible, en un espacio definitivamente insostenible?

Albert García Espuche es historiador.

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