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Columna
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El festín de Eros

En la exposición de grabados y dibujos que bajo el título Del amor y la muerte puede contemplarse en La Pedrera de Barcelona hay un excepcional laberinto de cuerpos en el que se hallan casi todos los senderos: desde los que conducen a la mayor exaltación sensual hasta los que introducen a la agonía, desde los que se prenden en la carne hasta los que denuncian la vanidad de la vida con anatomías imposibles.

Extraviarse en ese laberinto es extraviarse en uno de los capítulos más decisivos del arte europeo, entre la exploración renacentista del cuerpo humano y la aventura moderna de su disolución en la diáspora abstracta. Llegar al centro del laberinto es, muy a menudo, descubrir esa intimidad esencial entre muerte y amor que Giacomo Leopardi recordó lapidariamente en los versos iniciales de uno de sus más hermosos cantos: 'Fratelli, a un tempo stesso, Amore e Morte ingenerò la sorte' ('Hermanos, a un mismo tiempo, Amor y Muerte engendró la suerte').

Las obras de la Biblioteca Nacional que ahora se exponen concentran las semillas -en forma de dibujos y grabados- de la gran tradición pictórica del desnudo que se libera a partir del Quattrocento italiano. Una vez más puede comprobarse que en este maravilloso festín de Eros, y por tanto también de Tanatos, Afrodita es el motivo original, constantemente evocado, del desnudo femenino, en igual medida en que Cristo crucificado es el desnudo masculino de referencia. Pareja quizá paradójica en su mezcla de sacrificio y placer, pero admirablemente representativa de las aspiraciones, deseos y delirios de esa herencia mental que denominamos Occidente.

La exposición Del amor y la muerte confirma asimismo que, si bien el goce sacrificial ha sido atormentadamente otorgado a la figura de Cristo, la seducción genuinamente sexual continuaba reservada a Zeus, el Padre pagano que en este terreno superaba por completo al solitario e iracundo Dios-Padre cristiano. Ninguno de los grandes pintores, de Tiziano a Velázquez, dejó de rendir homenaje a este dios embaucador, transformista y lujurioso que a través de sus lances sexuales con Danae, Leda, Io, Sémele, y tantas otras, alimentaba la imaginación erótica y, simultáneamente, servía de reclamo para la realización de obras imperecederas. Hay, sin embargo, en este festín de Eros algunas escenas particularmente conmovedoras que se apartan del mosaico central para iluminar rincones más periféricos. Quisiera citar dos en concreto, ambas frutos de relatos medievales en los que se pone en evidencia la frecuentemente inconfesable relación entre sabiduría y sentido del ridículo. En los dos casos la anécdota es tan extravagante como la iconografía a la que da lugar.

La primera de las escenas, grabada por Lucas van Leyden en 1525, recoge una historia muy difundida en la Edad Media según la cual Virgilio, ya consagrado como el hombre más sabio de su tiempo, se enamoró de la hija del emperador romano y concertó una cita con ella. La muchacha prometió subirlo por la noche en un cesto a su habitación, pero luego no cumplió su promesa y lo dejó colgado en mitad de la fachada de su palacio. Van Leyden grabó la patética andadura de Virgilio en el peor momento: cuando a la mañana siguiente, suspendido en la cesta, era objeto de burla por parte de los transeúntes.

La segunda escena es todavía más sangrante. Grabada por Bartholomäus Spranger a finales del siglo XVI, se recrea en la fábula medieval, algo más conocida, que coloca al viejo Aristóteles en una difícil posición debido a su enamoramiento de Filis, una de las cortesanas de Alejandro el Magno, contra la que el propio filósofo había advertido a su discípulo. La estampa, desde luego ejemplar, nos muestra al gran Aristóteles a gatas, montado y azotado por Filis.

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Provenientes de la Edad Media, estas dos escenas tienen más valor si aceptamos que Virgilio y Aristóteles eran las cimas de la sabiduría -como recuerda constantemente Dante en La Divina Comedia- y debía de considerarse más brutal su caída en los precipicios de la ridiculez. Que Virgilio colgara por los aires y Aristóteles se arrastrara por los suelos era con toda probabilidad, además de hilarante, casi blasfemo.

No hay duda que hay una explicación misógina para esa burla sacrílega tanto en las narraciones medievales como en los grabados renacentistas: el artero poder de las mujeres que acaba doblegando incluso a los hombres más sabios. Muchos pudieron y pueden ver esta explicación como la más idónea.

Desde otro ángulo hay algo necesario en las aventuras de Virgilio y Aristóteles, que caen en un supuesto ridículo, no a pesar de que son sabios, sino precisamente porque son sabios. La puritana filosofía sin cuerpo de Occidente habría reprobado con seguridad conductas de este tipo, pero una filosofía con cuerpo -de los sentidos en igual medida que de la mente- comprendería la grandeza de esos gestos temerarios de los apócrifos Aristóteles y Virgilio de las leyendas medievales. El ridículo -o lo que otros califican de ridículo- forma parte de la iniciación del sabio.

Esta perspectiva diferente es más fácil de corroborar desde el festín de Eros, desde esos grabados y dibujos que ilustran el laberinto del deseo. En su interior hay una sabiduría distinta a la que se derrama inútilmente en recovecos retóricos. Goethe, viejo como Aristóteles, pasó por una experiencia similar. No sabemos si hizo el ridículo, pero escribió la extraordinaria Elegía de Marienbad: '...mira, con alegre acuerdo, cara a cara, al instante. ¡Nada aplaces!'.

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