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Columna
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Regreso

Con septiembre abandono este delicioso acantilado en que los pensamientos son simples e impera el olor a mar, el salitre y el tacto áspero y sólido de la roca. Abandono -abandonamos- la playa, el sol, el mar indócil, los cuerpos tersos, el agua y la arena. El impetuoso río o ese otro que se remansa en el llano. Las coníferas, también las coníferas, el musgo y el viento de altura, fresco, oxigenado. El olor peculiar de las iglesias de por aquí. Y la lluvia torrencial cayendo sobre los cuerpos desnudos mientras éstos chocan violentamente o con suavidad. Dejamos, también, los aromas y rincones de esa casona umbrosa de habitaciones amplias y con vistas. Recogemos la toalla, y parece que con ello liquidáramos el mundo de las percepciones vivamente físicas, materiales, y sometiéramos a letargo -hasta nuevo aviso- a nuestros sentidos: el tacto, el olfato o la sensualidad en la propia mirada.

Regresamos. Y al hacerlo, nos enfrentamos al papel timbrado, a la mesa de la oficina, funcional, fría, al severo horario, a los semáforos, al ajetreo, los empujones y la prisa, a la zancadilla, a los problemas domésticos y a los otros, y a esa cosa viscosa que es, hoy por hoy, la política en mi paisito. Hasta nuestras casas son asépticos establecimientos limpios (afortunadamente; que sólo faltaba que estuvieran sucios) en los que estorba el olor del puerro en la cazuela o el de las manzanas en la repisa del salón. Dejamos el mundo físico y de los sentidos y regresamos ¿a la civilización? Sin duda. Es nuestra civilización.

Algo hay en esta esquizofrenia civilizatoria, en esa separación radical entre un tiempo para la sensualidad y otro para el intelecto, un tiempo para los excesos físicos y de los sentidos y otro para la contención, para el trabajo, para el trabajo, para la especulación abstracta, dura, asexuada, inmaterial, una dualidad que resulta enfermizo; una patología en nuestra manera de vivir. Cierto que el verano tiende a ser la fiesta de color y la extroversión, mientras que el invierno es más hogareño y privado por estas latitudes de las que surge la actual cultura predominante. Sin embargo, aquí mismo, en las culturas campesinas, octubre era una fiesta con la vendimia y sus ritos asociados, y luego con la patata y la patata asada, la castaña y la castaña asada, los aromas de los troncos quemados lentamente en las brasas y de la pipa del abuelo. De la matanza del cerdo y sus fragancias; piel quemada y sangre cocida. Las sensaciones físicas estaban integradas en todas las épocas del año.

Esta inquietud no es nueva. Hubo una generación de escritores antes de las guerras del XX -Edward M. Forster (Una habitación con vistas, y amplia), D.H. Lawrence, (Mujeres enamoradas, esa pelea entre los hermanos), el mismo James Joyce- que, ante el vacío que observaban en la vida de las gentes cultivadas de su tiempo (aparte una cotidianeidad asexuada), proponían un regreso a los sentidos y a la satisfacción de las necesidades del ser físico, de aquéllas más primarias, del animal que nos habita. Sin embargo, tampoco aquello fue bueno. La burla de la vieja cultura (humanista) que generó y la exaltación del ser primario, animal (no adjudicable a aquellos autores; más bien a sus epígonos), trajo consigo la apoteosis de la fuerza física y la violencia, la liquidación del arte degenerado y la justificación del holocausto (de judíos, comunistas y homosexuales).

No son buenos tiempos para la lírica. En tiempos de cambio, no hacer mudanza. Pero, si no, ¿cuándo? Algo habría que hacer para fusionar ambos mundos, el de los sentidos y el intelectual.

Mientras tanto, uno se ha traído unas gotas de impetuosa y libertaria agua marina, y un pedazo de piedra rodada (piedra que rueda no hace musgo) para pasar el invierno. Habrá zancadillas, habrá papel timbrado, jueces que priman su café matutino a la obligación de hacer justicia. Pero es otra cosa tras sentir el peso de la piedra en la palma de la mano y su frescura al restregársela por la cara. Se lo puedo asegurar.

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