_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La playa

El cielo se pinta hoy con un azul aguado y el mar mueve sus olas con la fragilidad de un pájaro. No es un mal día, aunque seguramente tendrá que matar a alguien, sino un día triste, apagado, que sobrelleva en el horizonte una confusión de nubes y de espuma sucia. Cuando el tiempo se queda en los huesos, aparece detrás de la piel su esqueleto de fugacidad, su condena pálida a los relojes y al olor de las flores moribundas en un vaso de agua. La playa es hoy un enorme reloj de arena, porque el tiempo se ha quedado en los huesos. Al día no le pesan esta mañana los rayos de sol, los tumultos de las orillas, los cuerpos, las discusiones familiares en los toldos, las avionetas con anuncios veraniegos, la felicidad de los vividores inocentes y el despego de los solitarios. Sólo tiembla en el aire la levedad gris del agua, ese desteñido de ausencia que dejan los cuadros cuando se retiran de la pared y el sol de agosto cuando se va de la playa.

Los pregones del ciego caen sobre un público desperdigado. El muchacho lazarillo tiene poco trabajo, puede tomarse el paseo con tranquilidad. La fortuna, aquí traigo la fortuna, grita el ciego, con la mano puesta en el hombro del muchacho y la camisa condecorada por los billetes de lotería. Pero la rueda de la fortuna gira en los huecos de la arena y se pierde con el viento en la raya brumosa del horizonte. No hay agobios, ni laberintos en la oscuridad, ni caminos difíciles entre los cuerpos, las voces y las carreras de los niños. Algunos veraneantes tardíos se le acercan de vez en cuando y le compran el cupón para mantener la costumbre, para resistir con sus bañadores y sus optimismos. Son los veraneantes afincados en la lotería que nunca toca, en la vida por la vida, en la existencia pura, que se encierra ante los cambios del tiempo en una desgastada torre de marfil. Si no hay sol, también pueden disfrutarse los tonos del cielo, los esfuerzos de la luz por empapar las nubes con una dignidad líquida de rosas y violetas. Igual que la melancolía une el dolor y la calma en una quietud ambigua, el cielo de los días tristes disuelve el esqueleto gris del vacío en una suavidad de resplandor civilizado, y la negrura del tiempo que se quedó en los huesos pasa de pronto a definir el límite desangrado de la belleza. Los colores abren su regata en alta mar, manchan las olas, salpican las nubes, viven una convalecencia capaz de resumir la historia de todas las despedidas. Las estaciones de tren, el humo de los barcos, las ciudades al amanecer y las hojas secas de los jardines y los bosques caben en un minuto de cielo conmovido. Hacia el secreto de ese minuto apuntan las ventanas de los edificios y la tranquilidad de los últimos veraneantes, mientras el ciego recorre la playa con su tentación de fortuna.

Cuando llegue al bar de la plaza, saludará al camarero y pedirá lo de siempre con una voz cansada. Cerveza para él y 'coca-cola' para el lazarillo. Algún amigo se acercará a comprarle el cupón y a preguntar por la suerte del vendedor de suertes. ¿Qué tal ha ido esta mañana la cosa? Con un aire ambiguo de fatalidad y descanso, el ciego se tocará el pecho cargado de números. Mal, mal, esto se ha acabado.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_