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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

¿Quién despide?

Una profesora de religión ha perdido su trabajo por casarse con un divorciado. Acaba de ocurrir en España, concretamente en el colegio público Ferrer Guardia, en Almería. La profesora -Resurrección Galera, de 36 años- tenía contrato con el Ministerio de Educación y llevaba siete años en el puesto a plena satisfacción de alumnos, empleador, claustro de profesores y padres de alumnos.

Este suceso, repetido en otros centros de enseñanza, es incontestable, y se sabía que iba a producirse desde mayo pasado, porque el Obispado de Almería lanzó entonces un anatema contra la docente tras enterarse de su nuevo -y legal- estado civil. Quiere decirse que la jerarquía católica ha actuado con premeditación, despreocupada de la lógica conmoción que produciría una decisión así. Lo curioso es que la Iglesia no se siente responsable porque, dicen los prelados, quien 'contrata y cesa' a los profesores de religión desde 1999 es el Ministerio de Educación, no los obispos. Un profano creería que el Gobierno de Aznar firmó en 1999 con la Conferencia Episcopal un convenio leonino, que le obligaría a comportarse al margen de la legalidad: como si, de pronto, España hubiera perdido la Constitución de 1978 y el Estatuto de los Trabajadores de 1980. No es verdad. En ninguna parte de ese acuerdo bilateral figura que el Estado deba aceptar que casarse por lo civil pueda provocar la pérdida de empleo.

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Los hechos son testarudos. Si quien contrata y paga a los profesores es el Ministerio de Educación, y si quien gestiona el colegio Ferrer Guardia es la Junta de Andalucía, ¿qué hace un prelado imponiendo el despido de una docente acusada de casarse? Estamos en agosto de 2001, no en el año 1953, cuando, con fecha de 27 de agosto, el Estado de la Santa Sede y el régimen del general Franco firmaron el concordato que concedía a la Iglesia católica el título de 'sociedad perfecta'. Los españoles no pudieron entonces opinar sobre tan desafiante proclamación más que con los consabidos chistes sobre el cura que se saltaba en rojo los semáforos porque se lo permitía el concordato. En cambio, la España democrática no debería tolerar que le impongan normas contrarias a la Constitución y al sentido común, amparadas, al parecer, en aquel convenio entre Estados. Harían mal los eclesiásticos despachando las críticas con el aburrido sambenito del anticlericalismo trasnochado. Hablamos de legalidad, no de religión; de centros de enseñanza propiedad del Estado, no de catequesis parroquiales.

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