LA NIÑA ESPAÑOLA DE PRAGA
El pequeño Callejón del Oro donde vivió Kafka. La relectura de sus cartas a Milena. El barrio de Malá Strana y la isla de Kampa. Y una niña de seis años que aparece en el puente Carlos entre los músicos ambulantes
Mi mujer y yo visitamos Praga en abril de 1995. Acababa de leer las memorias de Seifert, y recordaba el capítulo precioso en que el poeta checo hablaba de otro mes de abril, y de cómo los hielos al romperse formaron un inesperado dique que estuvo a punto de provocar que el río Moldava se desbordara. Tuvo que intervenir el Ejército y romper a tiros el hielo, lo que Seifert y una chica a la que acaba de conocer contemplaron desde una de las orillas del río. Momentos antes el joven Seifert había ayudado a su guapa acompañante a cambiarse de botas y, al inclinarse sobre ella, se había sentido como el muchacho de una canción popular checa ante el que inesperadamente se abre una roca llena de tesoros. En alegrías se les pasaba el día, decía esa canción. Y eso mismo confiábamos que nos fuera a pasar a nosotros, aunque enseguida surgieran los inconvenientes. El vuelo sufrió interminables retrasos y, cuando aterrizamos en Praga, se había desatado un furioso temporal de nieve. Llegamos al hotel agotados, pero aun así decidimos sumarnos a la excursión que partía hacia el gran castillo. El frío era intenso y no llevábamos apenas ropa de abrigo. Sin embargo, el aire helado y la nieve pisoteada por los turistas parecían sentarle de maravilla a aquel lugar de tenebrosa belleza. Visitamos la catedral de San Vito, el Palacio Real, la Basílica y el convento de San Jorge, y, como es lógico, el pequeño Callejón del Oro, con sus pequeñas casas para los guardas y los artilleros. En una de ellas había vivido por un tiempo Kafka con una de sus hermanas. Era una casa que debió ser muy del agrado del escritor que tanto amaba a los hombres delgados y a las criaturas minúsculas. Allí nos despedimos de nuestros compañeros de excursión y bajamos hacia el río, en dirección al barrio de Malá Strana, con sus palacios barrocos y su casas antiguas con atractivas enseñas. Queríamos visitar la isla de Kampa. Allí había vivido el poeta Vladímir Holan los últimos años de su vida, cuidando a su hija enferma, y condenado por el régimen comunista al más atroz ostracismo. Allí había escrito sus grandes poemas sobre el dolor. Es siempre mayor que el hombre, y sin embargo tienen que caberle en el corazón. Buscamos la casa sin éxito, y terminamos paseando por el puente de Carlos IV, entre los músicos callejeros. Una niña nos preguntó si éramos españoles. Tendría unos seis años y nos miraba con esa cualidad tan femenina de parecer a la defensiva cuando en realidad estaba desafiando al mundo entero. De hecho, cuando pasamos a preguntarle quién era y lo que hacía allí, se escurrió de nuestro lado. Anduvimos por aquellas callejas populosas y de pronto me di cuenta de que mi mujer no me acompañaba. La estuve buscando hasta aceptar que nos habíamos perdido. La situación, con ser tonta, tenía imprevistas complicaciones. Pertenecíamos a esas torpes generaciones de españoles que apenas habían salido de su país y que no dominaban idiomas. No, desde luego, el checo, ni siquiera el inglés. Regresé al hotel cada vez más nervioso. Mi mujer suele dejar en mis manos los asuntos de intendencia, de forma que tenía el convencimiento de que ni siquiera conocía el nombre del hotel en que estábamos alojados. Y, en efecto, no estaba allí. Tuve una intuición y regresé a la isla de Kampa. La vi esperándome plácidamente junto a una pequeña casa cubierta de enredaderas. Me contó que se había encontrado con la niña y que, al no recordar el nombre del hotel, le había pedido que la llevara a la isla. Lo que había hecho sin despegar los labios.
Llevábamos el teléfono de un hispanista checo y lo llamamos al día siguiente. Fue muy amable y nos llevó a visitar el cementerio judío y la vieja sinagoga, donde el rabino Löw había ocultado al Golem. Nos llevaba a uña de caballo. Estábamos cansados y hambrientos y pasábamos a menudo por cafés y tabernas, pero él no se detenía en ninguna. Nos dimos cuenta de que actuaba así porque no tenía dinero para invitarnos. Su situación era angustiosa. Los sueldos de los profesores eran bajísimos y prácticamente todos los praguenses habían tenido que dejar el centro de la ciudad en manos del turismo. Terminamos de nuevo en la isla de Kampa dispuestos a identificar con su ayuda la casa de Holan. Nuestra sorpresa fue mayúscula. ¡Era la casa a la que la extraña niña había conducido a mi mujer! Mientras la mirábamos perplejos, nuestro amigo nos hizo una inesparada confesión. Sabía lo que era el dolor de Holan, al tener que vivir con una niña enferma, pues él y su mujer se habían tenido que enfrentar a un dolor semejante cuando habían perdido a su única hija. Y añadió: 'Hablaba el español como una pequeña sevillana'.
Después de despedirnos de él paseamos hasta la plaza de la Ciudad Vieja, donde estaba el café de Milena. Mi mujer estaba por entonces fascinada por ese personaje. Había leído un libro sobre ella y, durante aquel viaje, llevaba siempre consigo las cartas que Kafka le había escrito. En una de ellas se podía leer: 'Uno quisiera seguir preguntando eternamente, es más, no dormir no es más que preguntar; si uno lograra una respuesta se dormiría'. Tampoco nosotros podíamos dejar de hacernos preguntas, no al menos mientras siguiéramos pensando en la misteriosa niña y en las extrañas circunstancias que habían tenido lugar. Por una de las ventanas se veía el dorado reloj del Ayuntamiento. Se contaba que los concejales dejaron ciego al maestro relojero que lo había construido, temerosos de que pudiera repetirlo en otro lugar. La luna brillaba de tal manera que habría sido posible localizar una aguja sobre el pavimento.
Fuimos a cenar a un precioso café modernista. En un viaje siempre tiene que haber una cena en que se pueda pedir lo que se quiera, sin reparar en los gastos. Pedimos ostras, un rico foie, que tomamos con vino de Sauternes, y brindamos con el mejor champaña. En la mesa de al lado había una anciana con un apuesto joven. Todo hacía pensar que era un gigoló. No le hacía demasiado caso, pero a ella no parecía importarle. Era como si hubiera entrado en el comedor con un hermoso caballo y se conformara con que permaneciera a su lado sin tirar la vajilla por el suelo. No estaba bien ni mal. La digna dama trataba de vivir su vida alegre y heroica, como si le reclamara a la sangre que siguiera manando. Bien mirado, no era distinto a lo que hacíamos nosotros. Tratábamos de arrancar pequeñas briznas de felicidad a ese misterio, por lo general doloroso, que era nuestra vida. Seifert lo había expresado con hermosas palabras. 'Lo que corrientemente llamamos poesía es un gran secreto de que cada poeta revela un poquito o algo más. Luego aparta la pluma o cierra la máquina de escribir, se queda pensativo y, a última hora de la tarde, muere'. Bueno, morir no llegamos a morir, pero sí volvimos de aquel viaje más melancólicos y pensativos.
Gustavo Martín Garzo es autor de El pozo del agua (Anaya, 2000).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.