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Tribuna
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La verdad de las víctimas

En la opinión pública vasca ha comenzado a aparecer por fin la reflexión sobre las víctimas. Fueron la plataforma cívica ¡Basta Ya! y, enseguida, los dos partidos de la oposición al nacionalismo, el PSOE y el PP, quienes la pusieron sobre el tapete de manera perentoria durante la última campaña electoral de mayo, conscientes de la infame tergiversación a la que se estaba librando el Gobierno de Ibarretxe durante su contubernio institucional con el terrorismo. Con el auxilio del PNV, un asesino tan conspicuo como Josu Ternera, que jamás ha intuido que sus asesinatos no estaban justificados por nada y que jamás ha pedido perdón a nadie por los vivos y difuntos que él ha dejado en la más cruel inhumanidad, asentaba sus credenciales en una comisión de derechos humanos del Parlamento vasco. Esta comisión estaba dirigida por un joven peneuvista vizcaíno, el señor Urkullu, que se oponía a que dicha comisión se calificara de 'víctimas del terrorismo': en una manipulación semántica digna de Goebbels, la comisión debía llamarse de 'víctimas de la violencia'. Ya se sabe, el tal Ternera era también víctima de la violencia política que históricamente ejercitan sobre él España y Francia, así como sobre la etarra muerta por su propia bomba en Torrevieja. Muerta en defensa propia, como se sabe, contra España y Francia. El propio lehendakari tuvo la desfachatez de decirle a una comisión de víctimas del terrorismo a la que, por fin, recibió, que no sabían lo que querían. El señor Larreina, también dirigente de la coalición gubernamental de Ibarretxe, tuvo la excelente idea de anunciarles a las víctimas que tal vez estaban equivocadas, pero que ellos, los políticos, ya dirimirían lo que al respecto conviniese.

Para que no se crea que esta actitud es sólo una interesada obcecación de gentes nacionalistas poco abiertas, referiré que el propio alcalde socialista de San Sebastián, quien acaba de auspiciar un homenaje a una sola y única víctima del terrorismo, a Lluch, dedicándole incluso un centro municipal, cuando recibió a una comisión de víctimas del terrorismo que exigía una placa conmemorativa de todas las víctimas en la ciudad tuvo la gallardía de preguntarles a ver qué pensaban del acercamiento de las víctimas etarras encarceladas en España. Por eso, tanto este alcalde como el progresista de Bilbao se han negado a colocar una placa en memoria de las víctimas del terrorismo. A la viuda de un ertzaina, cuyo nombre callo, le sucedió en la pescadería, a la que iba con asiduidad, que la dueña le dijo un buen día que, cuando ETA asesinase a alguien, no hiciese comentarios en la pescadería, porque acababan de contratar a un empleado de HB y no le querían molestar. Y mientras el miedo generalizado humilla doblemente a las víctimas, a quienes se les exige poner buena cara y no hacer comentarios ante los amigos del verdugo, nuestro colega Aranzadi, tras ponerse a tronar contra la instrumentalización política de las víctimas por parte del bloque constitucionalista vasco, se pregunta retóricamente sobre la legitimidad moral o política de la víctima y sus allegados a exigir algo a los ciudadanos, aparte de las legales subvenciones monetarias.

El hecho de que ETA haya generado víctimas y lo siga haciendo (aunque también las generaron en respuesta a ETA el Batallón Vasco-Español, el GAL y la Triple A) debe dejar claro que el significado de la víctima es inteligible únicamente en sí misma y no por algún hecho social, ideológico o político que justifique, explique o dé algún tipo de cobertura descriptiva de sus ideas o de las del verdugo. Lo característico de la víctima, aquí y ahora, no en Vietnam ni en la España del siglo XVI, es que un ser humano ha sido destruido contra su voluntad en condiciones de paz y legalidad y que, en consecuencia, el asesino se ha deshumanizado completamente al abandonar el recinto político de la convivencia, abandonando en la desolación a los familiares y amigos que tenían sentido humano junto a aquel ser, ahora destruido. La sociedad misma de derecho queda también en la desolación, ya que o funciona como el espacio de la seguridad de las vidas humanas donde éstas cobren sentido en cuanto humanas unas junto a otras, o no tiene sentido alguno. Una sociedad democrática, donde ocurra que unas vidas le son amputadas arbitrariamente y al margen de su intransferible poder (la legitimidad de la violencia, precisamente), es como un reloj que no funciona, pues no da la hora.

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Víctima es quien fue un humano que perdió su voz y no puede decir ya nada en el seno de una sociedad que funciona para dar plena libertad a todas las voces por igual y no queden atemorizadas ni en la humillación del súbdito soportando a un señor soberano. Y nadie podrá ponerle jamás voz a la víctima ni decir nada en lugar de ella. Pero la víctima no lo es por sus ideas, sino porque era un ser expresivo y simbólico cuya existencia sólo tenía sentido mediante sus palabras; y mediante ellas se expresaba como humana, dijera lo que dijese, tuviera ideas de izquierda o de derecha. La víctima fue destruida en su expresión de voz, no en la calidad, tono o timbre de su voz. Por eso, nadie mata las ideas de la víctima, sino que la asesina a ella únicamente, a ella en cuanto capacidad de hablar y decidir con voz propia. Por eso mismo nadie es asesinado por sus ideas, sino para que no tenga ideas ni las exprese jamás. Lo que mata el verdugo en la sociedad democrática es la capacidad de expresar, la facultad de ser humano, y se deshumaniza fatalmente y se destruye él mismo como humano. De ahí que las ideas de 'diálogo' de Lluch no son, en sí mismas, ni más ni menos verdaderas que las de sus verdugos o las de otras víctimas que no estaban por 'ese' diálogo, de la misma forma que tampoco las ideas de los mártires cristianos o las de un fundamentalista musulmán serán más verdaderas por atreverse a morir él por ellas. Lluch, Ordóñez, Korta, como cientos y cientos de asesinados más por ETA, de la corriente ideológica que fuere, son igual de víctimas, son el mismo tipo de víctima. Son inocentes.

El verdugo, en cambio, no es inocente. No lo es nunca. Tiene unas ideas estúpidamente crueles y mata desde ellas, por ellas, para ellas: las de perseguir -como fin perpetuo- a cuantos discrepen con sus proyectos, ahora y luego. Es decir, el verdugo es un ser pre-político con fines de subvertir el estado de cosas de la sociedad de los iguales en voz: el verdugo hoy aquí es fascista y totalitario. Pero su naturaleza es la deshumanidad, la de no permitir que un humano lo siga siendo desde su propia capacidad de hablar y expresarse. Y el verdugo no es víctima ni cuando le estalla la bomba en sus manos ni cuando está encarcelado. Todos los etarras sueltos y encarcelados son verdugos, y por mucho que sufran y hagan sufrir a sus familiares, siguen siendo verdugos.

Es, pues, absolutamente gratuita su violencia, por tenaz que sea, pues se enfrenta al conjunto de la violencia legítima de la sociedad democrática, con lo cual su acto no muestra nada nuevo que no pudiese ser dicho en esa sociedad ni aporta información alguna de algún sufrimiento o injusticia que pudiesen ser satisfechos en esa sociedad. Y esa gratuidad de la violencia deslegitima cualquier causa justa que pudiese haber en sus intenciones y hasta en sus ideas. Y eso debiera entenderlo el conjunto del nacionalismo vasco. En cambio, la violencia de las instituciones del Estado democrático es legítima cuando se ejerce legalmente, pues sin ella no podríamos ser humanos ninguno de nosotros ni podríamos hablar unos con otros para lograr algo sin coacción mutua. Y esta violencia legítima es el mayor bien social de toda sociedad humana en democracia. De manera que la víctima apunta a ese hecho fundacional de la sociedad humana en paz y libertad que está siendo subvertida en cada asesinato o extorsión. Y, hoy por hoy, aquí la Constitución y el Estatuto vasco de Autonomía son el único cuaderno donde se inscribe el significado mismo de víctima y de verdugo. Sin ese cuaderno no habría ni víctimas ni verdugos, sino simples asesinatos de inofensivos y pusilánimes corderos cometidos por lobos listillos. El protagonismo moral de los allegados vivos de la víctima únicamente cobra sentido en su referencia explícita al estado de paz social fundacional donde la voz de su familiar quedó excluida. Su legitimidad moral es eminentemente política: uno de los iguales fue desigualmente tratado, pues se le privó de su humanidad, es decir, su voz propia. Sólo es ésa su reivindicación, expresar su apoyo al Estado de derecho, sin el cual ellos podrían recurrir a la venganza privada. Y no es retórico reconocer que los allegados de las víctimas son precisamente quienes han evitado hasta ahora la serie en cadena de una reyerta civil interminable al expresar 'que mi muerto sea el último'.

La socialización del sufrimento es, en cambio, el intento de generalizar la guerra civil como único recurso que le queda al verdugo. Pero ¿cómo rehumanizar al verdugo y sacarlo del fondo de inhumanidad en que se ha enfangado? Si, como afirma Primo Levi, 'nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción del hombre', tampoco disponemos de un léxico que exprese la rehumanización del verdugo. Ésta es esencialmente una tarea que depende de él mismo, de que sepa ver en su víctima la inocencia y pueda, en consecuencia, salir él mismo 'del fondo' del abismo. Y reconocerse como un ser sin legitimidad moral alguna y a merced de que descubra su constitutiva dependencia de la víctima. El futuro del verdugo depende de que se signifique él mismo como un ser descarriado y fuera de la libertad de expresarse como un humano en democracia.

Mikel Azurmendi es profesor y escritor.

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