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Columna
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Otra vez otra vez

No hay cielo ni mar ni línea del horizonte. No hay tardes lentas y dulces ni horas vacías, sólo hay mañanas idénticas a otras mañanas y noches iguales a otras noches para que puedas correr de unas a otras dentro de un autobús, a bordo de un tren, por encima de un puente, por debajo de un túnel. Ésas van a ser más o menos las palabras que se digan muchas personas el domingo o el lunes, al final de sus vacaciones, en estos extraños días del regreso en que todo se acaba y todo vuelve a empezar: se acabaron las playas, los bosques o el aire blanco de la montaña y comienzan de nuevo las obligaciones, las carreteras, el tráfico, los despertadores a las siete, las oficinas... Septiembre es amarillo y amargo como un limón y los hospitales se llenan poco a poco de gente deprimida, mujeres y hombres que se encuentran mal, sin fuerzas, que se sienten morir, que necesitan medicamentos contra su enfermedad invisible y en algunos casos hasta deben ser dados de baja por los doctores. No estoy hablando de tres o cuatro extravagantes, sino de cientos de personas que cada año caen en ese pozo, se diluyen en esa oscuridad que los convierte en otro número de la estadística de los abatidos.

Muy cerca de donde yo vivo está la casa que tenía el general Juan Domingo Perón en Madrid. El casi dictador argentino, que en los años sesenta se dedicó a perseguir y encarcelar a intelectuales como Miguel Ángel Asturias y republicanos españoles como María Teresa León y Rafael Alberti, vivió en ella exiliado, y su segunda mujer, María Estela, lo siguió haciendo después de su muerte. Algunas veces los admiradores de Perón te paran en medio de la calle, te preguntan dónde está esa casa y se hacen fotos delante de ella como si fuese el Taj Majal o la Torre Eiffel. Cuando falleció su primera esposa, Perón hizo construir un barrio entero en Buenos Aires que lleva su nombre, Ciudad Evita, y que, según se dice, visto desde el aire tiene su forma, está hecho de manera que las casas y las calles reproducen con exactitud su hermoso perfil. Hoy, sabiendo que en plena depresión económica Ciudad Evita es una de las zonas más problemáticas de la capital de Argentina, me pregunto si los habitantes de ese barrio de la maravillosa Buenos Aires, que deben subsistir ahora mismo mortificados por el desempleo y las privaciones, conseguirán tener algunos días de descanso en Punta del Este o en Mendoza cuando llegue su próximo verano. Habrá muchos que, si lo consiguen, cuando vuelvan también estarán deprimidos, se sentirán sin fuerzas para empezar, ya estamos aquí, ya se inicia todo una vez más, otra vez otra vez. Seguro que cuando Perón y María Estela se acercaban a su casa de Puerta de Hierro no se sentían de ese modo; seguro que para ellos era agradable abrir ese hotel de lujo, pasear por el espeso jardín o por los salones iluminados que se ocultan tras la valla junto a la cual se fotografían sus seguidores más nostálgicos. A veces, cuando alguna de esas personas me ha pedido que le hiciera una de esas fotos, lo he hecho por pura edución, pero me he sentido mal, he sentido cierta repugnancia, como si me hubieran obligado a tocar la piel fría de un reptil muerto.

La historia de la casa de Perón puede ponerse al lado de la historia de las mujeres y hombres que vuelven de sus vacaciones y se encuentran mal, sienten que caen y se rompen en mil pedazos, igual que una estatua de arcilla. Hay quien le echa la culpa de su depresión a los pacientes, quien los mira con condescendencia y hasta con desconfianza, qué gente más débil, más cobarde, menudos caraduras, qué falta de vergüenza. Y sin duda habrá por ahí, porque los hay siempre en todas partes, algún que otro oportunista o desalmado siempre dispuesto a estafar a su empresa y sus compañeros, a recibir su sueldo a cambio de nada. Pero, en la mayoría de los casos, quizá convendría pensar que el problema no es volver, sino adónde se vuelve. No digo que todo el mundo tengamos que tener un paraíso como el de los Perón, un pequeño Tal Majal privado al que volver sea una fiesta, pero sí que la depresión de muchas personas no sale de dentro de ellas, sino de dentro de la ciudad; que deriva del modo en que están concebidas sus calles, sus edificios, sus carreteras; de la falta de espacios donde pararse a tomar aliento. Nuestras ciudades son casi siempre inhumanas, consisten en pisos incómodos y de mala calidad, están hechas para los coches y contra las personas. Y algunas de esas personas son más débiles que otras. Algunos son tan débiles que no saben soportar el infierno.

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